Llovía copiosamente y las gotas
retumbando en el cristal lo despertaron. Abrió los ojos y miró el techo. La
febril luz nublada que pasaba a través de la cortina teñía al cuarto de un gris
lánguido y melancólico. Se levantó y fue al baño a orinar, se miró en el
espejo, se lavó el rostro. El único gris lánguido y melancólico soy yo, se dijo
mientras reconocía que su espíritu poeta aún no había muerto. Se puso una
chamarra, tomó un paraguas y salió a la calle: Necesitaba un café.
Afuera lo esperaba un viento recio que dirigía la lluvia hacia su
rostro, como rasguños, como escupitajos. Cerca de su departamento había dos
cafeterías, la primera estaba a dos calles, café deleznable, meseras odiosas,
sillas incómodas; prefirió la cafetería más lejana, la que quedaba a cuatro calles.
Al entrar, el olor a café era delicioso, el calor lo acogió y sintió una
intempestiva calma que no había sentido desde hace mucho. Caminó hacia la
barra, un expreso. Se sentó en la esquina, en una mesa que decía, con letras
mayúsculas y cafés, “MIÉRCOLES”. Jamás había notado la cantidad de mesas que
había en la cafetería, tampoco había notado que cada una de ellas estaba
nombrada con un día de la semana. La
Lunes, la Martes y la Jueves estaban desocupadas; en la Viernes, una pareja
joven, él 20 y ella 19, calculó, se besaba despacio y despreocupadamente; en la
Sábado, un anciano, lleno de arrugas y cabeza blanca, leía el periódico, no
alcanzaba a ver qué sección leía, debe ser deportes, pensó; y en la Domingo, estaba
ella, con el largo cabello café cayendo por los hombros y por la espalda, con
una bufanda negra protegiendo el cuello, con un libro en la mano izquierda y
con una taza en la derecha. Bajó la mirada. Puta madre, ¿qué hace ella aquí? Su
departamento está del otro lado de la ciudad, ¿qué diablos está haciendo aquí?
Al instante sus manos empezaron a sudar, sus pies temblaron sin poder
contenerlos. Si me levanto al baño, me verá enseguida, pensó; aunque si me
quisiese saludar, lo habría hecho desde que entré, se decía mientras secaba sus
manos con una servilleta. No resistió más y volvió a mirarla: La recordaba
distinta, ahora tenía una presencia diferente, un brillo en los ojos, quizá,
que antes no tenía. A su mente vino la imagen de una Alicia distinta con cada
amanecer, siempre amanecía plena, completa, en plenitud. Recordó también que había
sido hace dos años, precisamente un domingo, cuando ella lo dejó, es caprichoso
el azar, casi cantó mientras una sonrisa sarcástica aparecía en su rostro. Sí,
fue un domingo 22, ahora recordó con exactitud, un pinche domingo 22, dos días
antes de su cumpleaños, qué poca madre, gruñó.
Un expreso, dijo la mesera
mientras ponía la taza en la mesa. Gracias, respondió sin querer hacerlo y
nerviosamente tomó la azucarera. De reojo, notó para su total lamento, que
Alicia lo había visto y tomaba su taza de café, su bolsa y su libro para
dirigirse hacia él, para dirigirse hacia la Miércoles. ¿Alberto? ¿Eres tú?
Hola, Alicia, ¿cómo estás? Bien, muy bien, ¿cómo estás tú?, decía Alicia
mientras se acomodaba en la silla, frente a él. Pues estoy, que ya es ganancia,
¿y tú? Escuché que estás escribiendo una novela. Sí, bueno, ya terminé de
escribirla, incluso está publicada. ¿De verdad?, dijo Alberto entre dientes
mientras pensaba que su exmujer era una reverenda presuntuosa. Sí, a ver cuándo
me haces el honor de echarle un ojo, dijo Alicia mientras daba un sorbo a su
café, por cierto, ¿es verdad que ya no escribes? Sí, aún escribo, sólo que por
ahora no he querido. Hmmm, musitó
Alicia, ¿por qué? Pues porque no he querido, Alicia, simplemente porque no he
querido, dijo Alberto mientras soltaba una cara de irritación que Alicia
conocía muy bien. Te entiendo, Alberto, y respeto tu intimidad, pero ¿sabes?,
aún me importas, siempre me has importado; no te dejes caer, Alberto, ya no.
Dicho lo anterior, Alicia bebió su café de un solo trago, guardó el libro en su
bolsa, acomodó su bufanda y se dirigió a la puerta. Adiós, Alberto, cuídate
mucho, y por fin salió, a la intemperie, a la lluvia. Alberto la vio
alejándose, bajo la lluvia, empapada. Sonrió en sus adentros y pensó que Alicia
siempre había sido así: Libre. Sintió incontenibles deseos de marcharse de la
cafetería y refugiarse en su departamento, porque de pronto, una oleada
nauseabunda de tristeza y melancolía lo envolvió, aún más, a raíz de la nueva
partida de Alicia. Pidió la cuenta y salió.
Afuera, mientras la
torrentosa lluvia lo encogía, siento el fugaz e improbable deseo de ser como
Alicia, de ser libre, por lo que guardó el paraguas y caminó despacio y
despreocupadamente por las calles. Las luces parecían pinturas al óleo que se
diluían al camino de la lluvia, las casas parecían resquebrajarse, las personas
no tenían rostro. Al recorrer la primer calle, un choque eléctrico cruzó su
cuerpo, las lágrimas empezaron a salir de sus ojos, una sonrisa aparecía en su
boca, alzó los brazos, ahí, en plena esquina, enfrente de todos. Corrió de
vuelta a casa gritando, con una felicidad rabiosa que hacía años no sentía. Al
llegar a la puerta de su departamento, se detuvo, jadeando y aún riendo, pasó
las manos por su rostro y a pesar de ello la lluvia y las lágrimas prevalecían
en él. Notó que no se sentía así desde que escribía, desde que vivía con
Alicia, desde hace años.
Adentro, empezó a revolver
todo buscando los libros, los discos, las fotografías y cualquier cosa que le
recordara a Alicia. Las lágrimas y la ropa mojada continuaban enfriando su
cuerpo. Encontró los álbumes de fotografías, los casetes, los interminables
libros que ambos compartieron. Puso en la grabadora a Serrat y comenzó a
escudriñar cada fotografía. Eran muy felices. Ahí estaba la fotografía de su quinta
cita, cuando hicieron el amor por vez primera. Ahora todo parecía un sueño, y
al final, es decir, ahora, creía que lo había sido. Alicia, descubrió
finalmente, había sido la mejor mujer con la que pudo haberse cruzado; ella fue
quien, en primer momento, lo animó a escribir, a intentar publicar algo; lo
ayudó a superar el insulso trabajo que tenía; y él a su vez había sido siempre
el primer crítico de las novelas de Alicia, también había sido su gurú en
películas y música. Ambos habían sido maestros del otro. La única diferencia es
que él había encontrado a Alicia intacta, de pie, fuerte, incluso en el café la
había visto más fuerte aún, como con un halo permanente de invulnerabilidad; y
él, había sido todo problemas, siempre. Alicia le había salvado la vida. Serrat
sonaba y una antes inexistente atmósfera de paz inundaba el departamento, lo
resurgía entre el humo ignominioso por el que había atravesado estos dos años
con la ausencia de Alicia. Encontró un libro, su favorito, que había sido un
regalo de cumpleaños de ella; al final del mismo, venía una dedicatoria en la
que Alicia había escrito el primer te amo
que le había dicho, también se leía un no
te dejes caer. Notó que ese no te
dejes caer prevaleció desde el principio, desde el final y ahora, dos años
después. El casete terminó y Alberto estaba fatigado pero libre, al fin.
Decidió irse a acostar aún con el libro y con la fotografía de esa quinta cita.
Al día siguiente, veloz como
un gato, se levantó y desayunó como nunca. Al terminar, con un ánimo locuaz,
prendió la grabadora y puso su antiguo rocanrol oh sagrado rocanrol, y se sentó
frente a la máquina de escribir. Alicia, dedujo, le había salvado la vida por
segunda vez. Los recuerdos son poderosos y gratos desde el cristal con el que
se miran, pensó, mientras tecleaba muy contento.
Éste es el final de la novela que empezó aquel día.