miércoles, 19 de diciembre de 2012

Domingo



Llovía copiosamente y las gotas retumbando en el cristal lo despertaron. Abrió los ojos y miró el techo. La febril luz nublada que pasaba a través de la cortina teñía al cuarto de un gris lánguido y melancólico. Se levantó y fue al baño a orinar, se miró en el espejo, se lavó el rostro. El único gris lánguido y melancólico soy yo, se dijo mientras reconocía que su espíritu poeta aún no había muerto. Se puso una chamarra, tomó un paraguas y salió a la calle: Necesitaba un café.

   Afuera lo esperaba un viento recio que dirigía la lluvia hacia su rostro, como rasguños, como escupitajos. Cerca de su departamento había dos cafeterías, la primera estaba a dos calles, café deleznable, meseras odiosas, sillas incómodas; prefirió la cafetería más lejana,  la que quedaba a cuatro calles.

   Al entrar, el olor a café era delicioso, el calor lo acogió y sintió una intempestiva calma que no había sentido desde hace mucho. Caminó hacia la barra, un expreso. Se sentó en la esquina, en una mesa que decía, con letras mayúsculas y cafés, “MIÉRCOLES”. Jamás había notado la cantidad de mesas que había en la cafetería, tampoco había notado que cada una de ellas estaba nombrada con un día de la semana. La Lunes, la Martes y la Jueves estaban desocupadas; en la Viernes, una pareja joven, él 20 y ella 19, calculó, se besaba despacio y despreocupadamente; en la Sábado, un anciano, lleno de arrugas y cabeza blanca, leía el periódico, no alcanzaba a ver qué sección leía, debe ser deportes, pensó; y en la Domingo, estaba ella, con el largo cabello café cayendo por los hombros y por la espalda, con una bufanda negra protegiendo el cuello, con un libro en la mano izquierda y con una taza en la derecha. Bajó la mirada. Puta madre, ¿qué hace ella aquí? Su departamento está del otro lado de la ciudad, ¿qué diablos está haciendo aquí? Al instante sus manos empezaron a sudar, sus pies temblaron sin poder contenerlos. Si me levanto al baño, me verá enseguida, pensó; aunque si me quisiese saludar, lo habría hecho desde que entré, se decía mientras secaba sus manos con una servilleta. No resistió más y volvió a mirarla: La recordaba distinta, ahora tenía una presencia diferente, un brillo en los ojos, quizá, que antes no tenía. A su mente vino la imagen de una Alicia distinta con cada amanecer, siempre amanecía plena, completa, en plenitud. Recordó también que había sido hace dos años, precisamente un domingo, cuando ella lo dejó, es caprichoso el azar, casi cantó mientras una sonrisa sarcástica aparecía en su rostro. Sí, fue un domingo 22, ahora recordó con exactitud, un pinche domingo 22, dos días antes de su cumpleaños, qué poca madre, gruñó.

   Un expreso, dijo la mesera mientras ponía la taza en la mesa. Gracias, respondió sin querer hacerlo y nerviosamente tomó la azucarera. De reojo, notó para su total lamento, que Alicia lo había visto y tomaba su taza de café, su bolsa y su libro para dirigirse hacia él, para dirigirse hacia la Miércoles. ¿Alberto? ¿Eres tú? Hola, Alicia, ¿cómo estás? Bien, muy bien, ¿cómo estás tú?, decía Alicia mientras se acomodaba en la silla, frente a él. Pues estoy, que ya es ganancia, ¿y tú? Escuché que estás escribiendo una novela. Sí, bueno, ya terminé de escribirla, incluso está publicada. ¿De verdad?, dijo Alberto entre dientes mientras pensaba que su exmujer era una reverenda presuntuosa. Sí, a ver cuándo me haces el honor de echarle un ojo, dijo Alicia mientras daba un sorbo a su café, por cierto, ¿es verdad que ya no escribes? Sí, aún escribo, sólo que por ahora no he querido. Hmmm, musitó Alicia, ¿por qué? Pues porque no he querido, Alicia, simplemente porque no he querido, dijo Alberto mientras soltaba una cara de irritación que Alicia conocía muy bien. Te entiendo, Alberto, y respeto tu intimidad, pero ¿sabes?, aún me importas, siempre me has importado; no te dejes caer, Alberto, ya no. Dicho lo anterior, Alicia bebió su café de un solo trago, guardó el libro en su bolsa, acomodó su bufanda y se dirigió a la puerta. Adiós, Alberto, cuídate mucho, y por fin salió, a la intemperie, a la lluvia. Alberto la vio alejándose, bajo la lluvia, empapada. Sonrió en sus adentros y pensó que Alicia siempre había sido así: Libre. Sintió incontenibles deseos de marcharse de la cafetería y refugiarse en su departamento, porque de pronto, una oleada nauseabunda de tristeza y melancolía lo envolvió, aún más, a raíz de la nueva partida de Alicia. Pidió la cuenta y salió.

   Afuera, mientras la torrentosa lluvia lo encogía, siento el fugaz e improbable deseo de ser como Alicia, de ser libre, por lo que guardó el paraguas y caminó despacio y despreocupadamente por las calles. Las luces parecían pinturas al óleo que se diluían al camino de la lluvia, las casas parecían resquebrajarse, las personas no tenían rostro. Al recorrer la primer calle, un choque eléctrico cruzó su cuerpo, las lágrimas empezaron a salir de sus ojos, una sonrisa aparecía en su boca, alzó los brazos, ahí, en plena esquina, enfrente de todos. Corrió de vuelta a casa gritando, con una felicidad rabiosa que hacía años no sentía. Al llegar a la puerta de su departamento, se detuvo, jadeando y aún riendo, pasó las manos por su rostro y a pesar de ello la lluvia y las lágrimas prevalecían en él. Notó que no se sentía así desde que escribía, desde que vivía con Alicia, desde hace años.

   Adentro, empezó a revolver todo buscando los libros, los discos, las fotografías y cualquier cosa que le recordara a Alicia. Las lágrimas y la ropa mojada continuaban enfriando su cuerpo. Encontró los álbumes de fotografías, los casetes, los interminables libros que ambos compartieron. Puso en la grabadora a Serrat y comenzó a escudriñar cada fotografía. Eran muy felices. Ahí estaba la fotografía de su quinta cita, cuando hicieron el amor por vez primera. Ahora todo parecía un sueño, y al final, es decir, ahora, creía que lo había sido. Alicia, descubrió finalmente, había sido la mejor mujer con la que pudo haberse cruzado; ella fue quien, en primer momento, lo animó a escribir, a intentar publicar algo; lo ayudó a superar el insulso trabajo que tenía; y él a su vez había sido siempre el primer crítico de las novelas de Alicia, también había sido su gurú en películas y música. Ambos habían sido maestros del otro. La única diferencia es que él había encontrado a Alicia intacta, de pie, fuerte, incluso en el café la había visto más fuerte aún, como con un halo permanente de invulnerabilidad; y él, había sido todo problemas, siempre. Alicia le había salvado la vida. Serrat sonaba y una antes inexistente atmósfera de paz inundaba el departamento, lo resurgía entre el humo ignominioso por el que había atravesado estos dos años con la ausencia de Alicia. Encontró un libro, su favorito, que había sido un regalo de cumpleaños de ella; al final del mismo, venía una dedicatoria en la que Alicia había escrito el primer te amo que le había dicho, también se leía un no te dejes caer. Notó que ese no te dejes caer prevaleció desde el principio, desde el final y ahora, dos años después. El casete terminó y Alberto estaba fatigado pero libre, al fin. Decidió irse a acostar aún con el libro y con la fotografía de esa quinta cita.

   Al día siguiente, veloz como un gato, se levantó y desayunó como nunca. Al terminar, con un ánimo locuaz, prendió la grabadora y puso su antiguo rocanrol oh sagrado rocanrol, y se sentó frente a la máquina de escribir. Alicia, dedujo, le había salvado la vida por segunda vez. Los recuerdos son poderosos y gratos desde el cristal con el que se miran, pensó, mientras tecleaba muy contento.
Éste es el final de la novela que empezó aquel día.





lunes, 3 de diciembre de 2012

No estoy loco.


Me despedí de ella como siempre: Buenas noches, un beso, mañana nos vemos. Caminé a lo largo de una calle totalmente oscura, desértica. Llegué a la parada del autobús o, en su defecto, de la combi. Qué frío. Alcanzo a ver a lo lejos, muy a lo lejos, dos rayos de luz que vienen aproximándose a una velocidad uniforme. Leo algo que dice "Palmas", es una combi. ¡Suben!

Dentro hace menos frío. Una luz neón rosa ilumina profusamente el interior del vehículo. Hay tres personas que a su vez están sentadas en tres de los cuatro asientos que la combi posee. Me siento en el cuarto. Nadie quiere tener cerca a nadie.

Noto los rostros de mis acompañantes. Pegado a la ventana, en el asiento que está al fondo de la combi, a mi izquierda, se encuentra un señor de edad avanzada, cincuenta y cinco años, calculo; piel morena, cacariza; lleva un reloj dorado y camisa amarilla a cuadros. ¿Acaso no tiene frío?
En el asiento que está frente a mí, es decir, frente a la puerta, hay otro señor. Éste parece tener 35 años. Mirada desoladoramente profunda. Usa una chamarra negra que le llega hasta la nariz y una gorra del mismo color. Sólo logro ver sus ojos, viciados, blancos, muy blancos. Inmediatamente dejo de verlos y volteo hacia el suelo, porque hasta ahora noto que llevo casi cinco minutos mirando, y el a mí, a los ojos.
A mi derecha, el asiento que está más cerca del conductor, hay un joven de aproximadamente la misma edad que yo, veinte años. Tiene los ojos rojos, lleva una sudadera blanca y pareciera tener una prisa loca por querer hacer algo.

Saco un libro de mi mochila, pero la febril luz rosa no es suficiente para alcanzar a distinguir las letras. Aún así finjo que leo, la tensión dentro de la combi es casi palpable. La mirada azotadora del tipo que no deja de escudriñarme, los tics nerviosos de las manos y de los ojos del que está a mi derecha, la solemnidad casi moribunda de un anciano a mi izquierda.
 Todo parece ser tan confuso: la luz, el rostro cubierto por la gorra y por la chamarra, los ojos rojos y los golpeteos de los pies en el piso que parecieran llevar un ritmo pero que no llevan ley alguna con respecto a la rítmica, la pesada respiración de un anciano que sólo espera la muerte. ¡Todo es tan confuso!

Calma. Calma. Calma. Ya habías pasado por esto una vez, ¿recuerdas? La vez que fuiste al Distrito Federal y tuviste que tomar por primera vez el metro, la inconcebible cantidad de gente que subía, la falta de asientos, los cuerpos pegados al tuyo, el aire que creías que te faltaba. Todo tenía una causa.
Cálmate.
Vuelvo a poner los ojos en el libro, me pierdo en las letras rosas. Respiro de una manera estertórea. Poco a poco llega la calma, incluso me da sueño.

Sube a la combi una pareja. Recién noto que el trayecto se ha prolongado demasiado. ¿Dónde estoy?
La mujer, gorda y morena, se sienta a mi lado. Él, con un bigote desarrapado, se sienta a lado de ella. Ambos tienen las manos pintadas de un color azul. Seguro vienen saliendo del trabajo, de la maquila. Infiero que estoy a quince minutos de mi casa, ya que anteriormente he tomado esta combi y he calculado el tiempo que lleva de la maquila a mi casa, que es el punto medio de todo el recorrido. Siento alivio, pero la impenetrable oscuridad externa a la combi exalta mi estado de perturbación anterior.

Cierro los ojos. La luz pareciera formar figuras en mis párpados, humo rosa que cruza la lobreguez de mi mente. Todo ello se ve interrumpido por la indeseable risa de la gorda de a lado. ¡Puta madre, cállate!, pienso.
Miro con antención que, hasta ahora, el tipo que está frente a mí, el de la gorra y la chamarra, se ha quitado la primera y ha bajado el cierre de la segunda. Tiene un corte de cabello tipo militar y una larga cicatriz en el lado izquierdo que, sumados a su mirada de una ominosa calaña, produce una serie de escalofríos en mí. En el bolsillo izquierdo, sobresalta un bulto, podría ser una pistola o un cuchillo.
Los rostros de todos ahora parecen convulsionarse bajo la luz neón. Rostros grotescos, con formas y sombras asquerosamente aterradoras. ¿Yo luzco así? Me tallo el rostro. No, yo no soy como ellos, yo no.

Algo va a pasar aquí. Alguno de ellos va a matarnos a todos. Sí, va a matarnos. ¿Quién será? La risa imprudente ahora de ambos, de la pareja, prevalece. Cállense. Shh. Calma. Piensa. ¿Quién será? ¿Quién será?
El anciano ronca, él no nos matará. En dado caso, sería el primero en morir. Pobre.
¿La pareja? Brutos risueños. Trabajan en una maquiladora. ¿Podrían? No, ambos lucen demasiado torpes.
El tipo de mi izquierda, el de los tics, él podría; además, tiene los ojos rojos, podría estar drogado, podría estar borracho. Sí, él puede matarnos.
De pronto, topo de nuevo con la mirada del tipo que está frente a mí, el del corte militar, y entiendo que no hay otro que pueda asesinarnos. Es él. Nos matará. A mí,  a 5 minutos de mi propia casa me matará. Carajo, no quiero morir. ¡Deja de verme! La respiración estertórea vuelve.
¡Ahora me está sonriendo! ¡El maldito se atreve a sonreírme! Sabe que yo sé que quiere matarnos a todos. El bulto sí es una pistola, o una navaja.
No, no quiero morir, carajo. A mitad de la nada, ya casi llego, ya casi llego. Caigo en un estado letárgico, sólo veo luces neón, caras oscuras, escucho las risas y los ronquidos... ¡Cállense todos!

Bajo de la combi. Al final no pasó nada de lo que yo creía. Carajo, mi madre tiene razón, necesito ir con un sicólogo. Llevo encima una pesadez que me hace dormir inmediatamente después de entrar a mi casa, a mi cuarto y acostarme en mi cama.
Al día siguiente despierto con un apetito feroz. No hay nadie en casa por lo que salgo a buscar algo para desayunar. En la esquina de mi casa noto una multitud demasiado inusual, hay patrullas de policía y automóviles con logotipos de algún periódico local, también hay muchos vecinos escandalizados, que se cubren el rostro y algunos incluso lloran. Me acerco y le pregunto a mi vecina del 500-C, Doña Rosa, ¿qué fue lo que pasó? ¡Es horrible, Mario!, fue lo único que contesta antes de cubrirse los ojos y correr hacia su casa. Un reportero parece haber terminado su trabajo y viene hacia su automóvil, lo alcanzo y pregunto lo mismo, ¿qué fue lo que pasó? Una verdadera tragedia, joven, seis personas fueron brutalmente asesinadas ayer, en esa combi que usted ve; asesinaron a un anciano, a una pareja, a un joven, al chofer y a un guardia de una empresa privada que iba a su trabajo. Los degollaron, les arrancaron los glóbulos oculares, cortaron sus miembros y, al final, el muy maldito que lo hizo, pintó en el techo de la combi, con la sangre de las víctimas: "NO ESTOY LOCO". Al terminar de decirlo, el reportero negó con la cabeza y siguió su camino.
No estoy loco y no necesito ir al sicólogo.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Es el cielo.



No recuerdo un cielo más bello que el de aquel día. No como el de hoy, ¿dónde está? No lo sé, no alcanzo a verlo. Caminábamos encima de la Avenida Central, encima del cielo. Éramos cientos de miles, ecos interminables e ineludibles a la indiferencia de una ciudad apenas onírica que pugnaba ante el régimen conservador, duro, interminable. Pero ahí estábamos, bajo el cielo lleno de matices que parecía ser dividido en dos por la misma Avenida Central; por un lado, el izquierdo en base a la Avenida, el cielo estaba poblado de nubes  que eran de un tono verde borrascoso, con tintes grises y azulados que formaban una especie de bruma que, aunque parezca increíble, nos reconfortaba a todos; por el otro lado, el derecho, el cielo lucía totalmente despejado, conformado por colores rojizos y anaranjados, fundido con nosotros, con la lucha, con todo. El cielo luce minúsculo desde donde estoy, siempre gris, siempre ausente; entra a través de las rendijas una febril luz mortuoria y grisácea que acompaña el estado lánguido de esta vida, de este país, de esta realidad.

   Las porras, las ratas escudriñando cada rincón de la celda, la nauseabunda comida, los mueran al presidente, las cortas visitas sabatinas, las venas punzando en la garganta, las rocosas y frías paredes, la Plaza Central totalmente repleta, los niños con caras confundidas y padres gritando enfurecidos, el persistente anacronismo del gobierno, del sistema…

… Ahora todo es uno solo.

   No quiero recordarlo. Simplemente no debo. Son espasmos dolorosos a la memoria, a la razón, a la libertad. ¿De veras podíamos cambiar todo un sistema que, a pesar de tener miles de intersticios que lucían débiles ante nuestro Movimiento, gozaba de miles de aparatos ideológicos que si no rellenaban por lo menos cubrían dichos intersticios? Ideológicamente sí habríamos podido, quiero pensar. Pero, ¿qué idea vence a los rifles apuntándote apenas a 5 centímetros de distancia? ¿Qué espíritu revolucionario detiene las balas dirigidas hacia niños de 10 años, de mujeres aún con los mandiles puestos, de  los obreros y sus cascos amarillos?

   Y el cielo… no estaba, perdió el brumoso verde azulado, el rojizo bravío; la represión se lo llevó.

   Ahorita les vamos a dar su revolución, culeros.  No, ustedes no nos van a dar nuestra revolución. ¿Dónde está nuestra revolución? No está a lado de alguna Avenida Central, no está impregnado en los muros porosos de una prisión gris, no está en los decibeles de los gritos de una multitud rabiosa, no está en los vestigios sanguinolentos de una represión hegemónica. ¿Dónde está nuestra revolución? Tampoco está dentro de mí, porque cuando el Estado me encerró aquí, sabía perfectamente que estos muros aprisionan más al espíritu, que al cuerpo; que duele más la ausencia y el recuerdo, que el frío en las rodillas golpeadas en cada inspección semanal. Y a otros, que fueron de algún modo más afortunados pero igualmente encarcelados que yo, simplemente les pusieron un traje y les dieron un horario de salida y llegada.

   Han pasado ya 30 años desde entonces, y sigo recordando el cielo multicolor que algún día fue el culpable de los sueños de toda una generación. De todos mis sueños.


miércoles, 17 de octubre de 2012

Conversación de medianoche.




Hola, oscuridad, amiga mía, aquí estoy de nuevo para
 platicar contigo— alcancé a pensar antes de caer dormido.“
ARMABLANCA, de José Agustín.



-¿Qué nos pasó, Luis? ¿Dime qué nos pasó?

-No lo sé. Y tú sabes que no lo sé. Fue algo ajeno a mí, a nosotros.

-Sí, la verdad es que yo sé que no es tu culpa, sólo quería escuchar la pregunta en voz alta, quizá así lograría responderla.

-Quizá no deberíamos preguntarnos nada. Quizá sólo deberíamos recordar nuestros mejores momentos, recrearlos en todas las noches frías que nos resten. Porque qué mejor calor que el de los recuerdos, el de las memorias.

-Sí. Fuimos muy felices, ¿no?

-Mucho.

-¿Recuerdas cuando vivías en aquel viejísimo edificio cerca del centro? ¿Recuerdas cómo subíamos a la azotea y mirábamos toda la ciudad desde ella? Tú, bebiendo café, escribiendo, siempre escribiendo; yo, fumando, tomando fotografías, escuchando música. Siempre recorríamos la azotea, cada quién por su lado; pero había un momento, mi preferido, en el que ambos convergíamos en el mismo punto, nos mirábamos por horas, por muchas horas. Incluso pensábamos lo mismo. A veces subíamos con alcohol y cobertores en plena madrugada, cuando todos dormían, y bebíamos, reíamos, incluso dormíamos en la azotea.

-Te encantaba esa azotea. Tú jamás lo supiste, pero yo nunca recorrí la azotea solo, siempre iba detrás de ti. Mirabas y mirabas la ciudad, y yo miraba y miraba tu rostro. Pensabas, y yo veía tus pensamientos. Éso me encantaba de ti: la forma en la que pensabas, la forma en la que sentías. Eras tan libre. Tu mente se transportaba a inimaginables realidades llenas de avasallantes sentimientos de alegría, que, al final, dejaban una leve pizca de melancolía que parecía de otro mundo. Y lo era.

-A mí también me gustaba. Pero ya no es así. Ya no pienso de la misma forma, ya no siento de la misma forma. Y ahora sé que ya no puedes ver a través de mí, ya no puedes sentir a través de mí.

-No, ya no. Hoy todo me parece  muy lejano.

-Menos los recuerdos.

-No, los recuerdos viven cerca, debajo de la almohada, sobre el buró, a lado de la ventana.

-Entonces ya respondimos la pregunta del principio. Dejamos de ser los mismos, al mismo tiempo, sin darnos cuenta.

-Sí, aunque la verdadera cuestión radica en el por qué cambiamos.

-Lo sé. Y no creo que exista una respuesta absoluta. Para empezar, cambiamos de hábitos. Dejaste de acompañarme a ver películas, dejaste de acompañarme a las marchas, dejaste de acompañarme a caminar por toda la ciudad; yo dejé de leer contigo, dejamos de platicar cada noche y cada día, dejé de comprar los discos que tanto te gustaban. Fue algo mutuo, ¿lo ves? Quizá fue el tiempo. El tiempo transcurre y lo único que podemos hacer es dejarnos llevar por la corriente, no podemos detenernos.  Y sólo podemos echar un vistazo atrás en noches como ésta, cuando ya se está muy lejos, cuando ya se está muy viejo, cuando ya se está muy aburrido, cuando ya se está muy cansado.

-¿De veras crees que ya es muy tarde?

-Sí, de otra forma no tendríamos tiempo para detenernos y pensar en ello.

-Quizá deberíamos dormirnos ya. Lo único que conseguimos con los recuerdos, es detestar el presente.

-¿Y el frío? ¿No dijiste que los recuerdos mitigan al frío?

-Mentí, lo único que quería era que me quedara un melancólico pero buen sabor de boca antes de dormir. Así sueño mejor.




miércoles, 10 de octubre de 2012

Un día común.



Por fin saliste del trabajo. Terminas  con la garganta llena de asco por la nada envidiable tarea que tu obeso y calvo jefe te asigna, sin variación alguna, cada día de la semana. Escribir, ordenar, engrapar, archivar. Escribir, ordenar, engrapar, archivar. Escribir, ordenar, engrapar, archivar…

Escribir…

Ordenar…

Engrapar…

Archivar…
    
   Pero hoy es viernes, y el aroma de la imprevisible noche te consuela un poco del olvidado estado en el que sobrellevas la semana. El frío cala tu cuerpo y tus pensamientos. Subes al auto, prendes la calefacción y la radio. Manejas en un estado letárgico. Cada semáforo te trae visiones borrosas de rostros que te observan. Justo como tú lo haces con ellos. Atraviesas avenidas, bulevares, calles. Volteas la vista hacia los bares que te parecen tan lejanos, tan profusamente ajenos, con sus deprimentes y gastadas luces de neón. Mueres de sueño y tratas de prender la radio que ya estaba prendida; notas, al fin, una canción que te recuerda tu juventud. ¿Será Peace and Love Army? Suena excelente. ¿Qué canción será? Sí, estás seguro que son ellos…

    Y antes de que la locutora diga el nombre de la canción, notas que ya estás en la cochera de tu casa. Apagas el motor, la calefacción y, finalmente, la radio. No pudiste esperar el nombre de la canción. Abres tu puerta con la misma desatención con la que introduces la llave los lunes, martes, miércoles, jueves, sábado, domingo. Siempre.

    El blues del tocadiscos inunda la casa de una exquisita melancolía que parece palpable. Te quitas los zapatos. Abres el refrigerador, una cerveza. Te sientas en tu sillón preferido, esperas que termine la tercera canción del disco. Rozas el cañón con tu brazo, con tu cuello, con tu cabello, con la boca de la cerveza. Finalmente llegamos a la sien. Bang, imitas el sonido. Bang, imaginas la sangre sobre el piso. Bang, ¿a los cuántos días crees que te encuentren? Bang. Bang. Bang. Bang. Nada, hoy tampoco lo hiciste. Lágrimas de nuevo, sobre la misma ropa, sobre el mismo sofá, con la misma cerveza, con el mismo blues.

   Arrastras los pies hacia la habitación, desnudas tu cuerpo, prendes la televisión porque te da miedo dormir con la oscuridad respirándote sobre el oído. Te acuestas, aún con restos lagrimosos sobre la cara, con la boca hacia la almohada. Respiras dificultosamente.

 Lo mejor de tu día fue una canción de la cual jamás supiste el nombre. 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Cuatro paredes.



  No se ha inventado mejor refugio y escondite del avasallante mundo capitalista que el de Su Cama. Esa misma cama con hoyos en las sábanas representa para ellos lo más sagrado dentro del cuarto de 10 metros cuadrados que alquilan, dentro de la vecindad llena de señoras mayores de 60 años que regañan a sus escurridizos y melindrosos nietos a la hora de la comida, dentro de la colonia llena de bardas graffiteadas y misceláneas en cada esquina, dentro de la ciudad con su inagotable ruido, sus asaltos diarios y sus fajes callejeros acompañados de lluvia y smog.
      
     Las moscas revolotean, contentas, sobre un envase de leche que está próxima a ser un queso, cosa que, en realidad, es irrelevante para Ellos, porque ahora están en La Cama. Él, justo en este preciso instante, pasa el dedo índice por los bordes del ombligo de Ella. La desgastada radio que reposa en el suelo trata de hablarles sobre lo buena que ha sido la última administración del presidente en turno y sobre el prominente pero lejano futuro que alguna vez inundará a México.    Pero ni Ella ni Él la escuchan; Ella se vuelve sorda cuando Él transforma su boca en un huracán de humedades que inunda su cuello y su sexo, y olvida totalmente el picor del thinner que Él carga después de haber pasado medio día formando inverosímiles e ignoradas imágenes de fuego expulsadas a través de su boca. Y a Él deja de importarle el recorrido de la asperidad, resultado de lavar ropa ajena, que recorre su espalda en direcciones espontáneas y placenteras.
       
     Ni el sonido del rugir de las tripas evita que Él continúe leyéndole a Ella unos cuentos rugosos que su abuelo regálole cuando era apenas un escuincle de 8 años. Porque, en realidad, el hambre sacia cuando está acostado junto a Ella.
       
     A Ella, llena de besos sabor thinner en todo el cuerpo, le es imposible, en este momento, inmutarse ante trivialidades como el segundo hoyo que acaba de aparecer en la suela de su tenis izquierdo, como el vestido que ya ha cambiado de rojo a rosa, como la película que recién se estrena en el cine y que probablemente no verá. No, a ella lo único que le inmuta es que Él deje de susurrarle a jadeos lo bonita que está, que Él deje de besarle el cuello mientras hace remolinos los vellos del pubis, que Él deje de oler su cuello, su cabello, sus orejas.
      
     Y mientras el aullido de los perros huérfanos de dueño se cuela entre su única ventana, Ellos siguen embelesos  por el incomparable placer  estético de tenerse cerca. Quizá sean pobres de materia e incluso de visión, pero jamás serán pobres de espíritu. Jamás serán pobres de besos.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Julián y El Cuento del Diablo



“And I said: hello Satan.
I believe it's time to go”
Robert Johnson



  Julián, abrumado por la insulsa bola de torpezas que acababa de escribir, se deja caer en el sofá de la sala. ¡Puta madre!, gruñe mientras rompe cada una de las 24 hojas que narraban la historia de Juanito, un niño de 12 años que descubre la sexualidad a través de su tía de 30 años. ¿Qué mierda estoy escribiendo? Lucía sale de su inexistente sueño para preguntar qué pasa. 
-Nada, Lucía, vuelve a dormir, voy por unos cigarros. 
-¿Vas a abandonarme? 
-Lucía, el abandonar a alguien con la típica excusa de ir por los cigarros es un cliché muy barato, si quisiera clichés baratos, seguiría escribiendo. 
-No tardes, tengo frío.

   Hacía un frío terrible. Julián, ahora dentro de la casa, arrastra los pies, guiado por unos ojos obnubilados. No tiene conciencia. Arcos reflejos lo dirigen hacia el viejo tocadiscos del rincón: Robert Johnson y su mítico Blues aparecen. Se sienta a escribir y las incesantes letras empiezan a delinearse en las hojas, las palabras guiando oraciones malditas, párrafos conteniendo una ominosa historia expulsada a través de los increíbles y virtuosos dedos que teclean, y teclean, y teclean, y teclean, a toda velocidad, hechizados.  El viaje de la mesa a la cama es interrumpido por una nueva pregunta de Lucía. 
-Nada, mi amor, no me pasa nada –responde Julián con una sonrisa abyecta que Lucía no ve, pero siente. Lucía prefiere cerrar los ojos, mientras los hechizados dedos manipulan su cuerpo.

   -¡M A R A V I L L O S O! –exclama el editor al leer por tercera vez “La novela del Diablo”.  Julián, ¿cómo diantres se te ocurrió esta novela? Ayer me dijiste que no tenías nada, y hoy te presentas con una novela de 300 cuartillas que podría revolucionar totalmente la literatura contemporánea. 
   -Yo no la escribí, la escribió el Diablo. 
   -Ja ja ja, créeme que aunque fueras un ser con patas de cabra y cuernos de chivo, tu novela sería La Novela Del Siglo.

   Y así, de una manera automática y oligárquica, El Premio de Tal Universidad, El Premio de Tal Ciudad, El Premio de Tal Escritor Muerto y El Premio Nobel cayeron solos.
   Al principio, a Julián se le veía lleno de vida, contento, satisfecho; no entendía por qué lo premiaban a él, en cada entrevista repetía que el único y verdadero autor del cuento había sido el mismísimo Diablo. Incluso, ¡el mismo Vaticano! perdonó semejante herejía, ya que el Sumo Pontífice Nada Asustadizo Todo Alivianado Papa Juan II había recomendado el libro a cada creyente en el mundo, ya que el cuento, aunque fuera titulado con el nombre de su archirrival, y también aliado, Lucifer, Baphomet, El Patas, había sido del máximo agrado del Papa. Pero después, Julián fue cayendo en un estado de languidez permanente, ya no se le veía en ningún espacio público, ya no se le veía dando conferencias acerca del cuento complacientemente brindado por el Maligno.

   Perdió cada una de sus fuerzas sin que nadie lo supiera, a excepción de Lucía, su aún entonces esposa. Se rumoraba acerca del paradero del gran escritor, pero nada se sabía en concreto. Ni siquiera sabían el domicilio de aquel autor, de dónde salió, cómo escribió dicha novela, cuál fue su inspiración y demás morbosidades necesarias en el mundo de la literatura.

   Una noche, muy parecida a la noche en la cual “La novela del Diablo” había nacido, Julián levantó su ser del estado perturbado y totalmente decaído en el que vivía, para caminar hacia la esquina en la cual se ubicaba el tocadiscos. Las notas del “Me And The Devil Blues” y la macabra risa de Julián recorrieron la casa, caminaron a través del baño, la recámara y la cocina de toda la casa, se arrastraron a través de las sábanas de Lucía para poder despertarla totalmente horrorizada. La indecente risa de Julián se vio interrumpida por el golpe de la puerta. La música continuó. Toc, toc. 
   -¿Por qué ya no estás tan contento, Julián? –preguntó Lucía mediante una voz gutural que en realidad no provenía de la habitación, sino de cada rincón de la casa.

   De una manera catatónica y turba, Julián se dejó caer en la esquina;  el tocadiscos cayó también, sin embargo,  la música no paró, o al menos Julián la seguía oyendo. Lucía, de una forma inimaginable y anómala, se levantó del letargo horrorizado en el que estaba y avanzó hacia la puerta. 
   Un paso: Julián gime. Dos pasos: Julián grita unos cuantos no-no-no. Tres pasos: Julián llora. Cuatro pasos: Julián limpia sus ojos. Cinco pasos, la puerta es abierta por Lucía: Julián está de pie, resignado.
   -He cumplido mi promesa. Vámonos.

   Lucía despierta. Lo último que recuerda es la difuminada silueta de un desconocido caminando al lado de su esposo. Se sienta en el sillón donde generalmente Julián escuchaba el tocadiscos. Sonríe: Las regalías son suyas.

Los estantes repletos de la inconcebible y ominosamente tentativa novela del Diablo fueron postal permanente de semanas, meses, estaciones y años.  No había persona en todo el continente que no hubiera, por lo menos, hojeado la gran novela, y así, escuchado los últimos pasos de Julián hacia un umbral totalmente inverosímil y desconocido. 

martes, 4 de septiembre de 2012

Te voy a extrañar



   Llovizna lo suficiente como para hacerme dudar si debo ir o no. Tengo demasiadas ganas de ver a Abril como para dudar demasiado tiempo. Tomo el paraguas negro y salgo a la calle.
   Afuera siento más frío. La lluvia es ligera, pero empapa como si no lo fuera. Camino dos calles y tomo un taxi. Respectivos diálogos banales, son 50 pesos, muchas gracias. La lluvia se torna brusca y me obliga a correr hacia el bar. Entro.

   Una bruma transparente de tabaco y sudor me rodea cálidamente. El frío y la humedad se fueron. Camino dentro de “La Mirada en el Centro”. Lugar regular, oscuro, luce pequeño. Demasiados cuerpos sudorosos en la pista. Al fondo veo a Luis, a Carlos, a Susana, a Pedro, también está Laura,  Alfredo y, la única que en realidad me importa que esté, Abril. Me acerco y recibo los saludos, abrazos, besos y creímos-que-ya-no-ibas-a-venir necesarios. Me dan tragos de algo que me sabe a todo y a nada. ¿Qué será? Me siento lejos de Abril. No volteo a verla mucho, pero cuando lo hago, ella me mira también. Qué patética forma de tratar de fingir que no dependo de ella. Vamos a bailar, dicen todos. Me quedo, no tengo ganas. Sigo bebiendo, ¿cuántas copas de nada y todo llevo? Seguramente ninguna y muchas. Bah, dame una más. Otra. Nausabúndeos olores acompañados de ganas de orinar me obligan a levantarme al baño. Me encuentro con Luis, Carlos y Pedro (¿no estaban bailando con los demás?) Pinche Alex, ven, ponte chido con nosotros. Ponte macizo, amachínate, llégale, éntrale, órale, toma...


   ...Zigzagzigzagzigzagzigzagzigzag y llego a mi asiento otra vez. ¿Dónde están todos? Sí, en la pista. Incluída Abril. Voy a bailar. Dije que voy a bailar. Piernas, voy a bailar. Piernas obedecen. Vamos a bailar. Camino entre cuerpos sin rostro, entre sudor impregnado por el beat de alguna canción que no reconozco. El aroma asfixia, la luz no pasa. A jadeos alcanzo a llegar con mis conocidos. Ya sólo quedan Laubria, Alpedo, Surana y Abrilnotieneapodo. Chupiluis, Cacarlos y Pedroputo ya se fueron. Qué me pasó, preguntan. Nada, qué me va a pasar. Bailo, o al menos creo que bailo. ¿Con quién estoy bailando? ¿Estoy bailando? Cierra los ojos, siente el pulso de cada uno de los vellos del cuerpo, sí, pulsan, bum bum bum bum bum bum bum. No sé cuántos bum fueron, solo quedamos Abril y Yo. Al fin. Me mira, yo la miro, se mira, me miro. Baila, sus manos en mi espalda. Yo no la abrazo, meto mi mano en el bolsillo derecho. Matanga, dijo el Alex. El Pedroputo me dejó otra pastilla. Cómeme, trágame. Te como, te trago.


   Baaaaaaaaaaaaaaam. Abro los ojos. ¿Qué pasó? No recuerdo. Abril me ve. Luce horrorizada. Sus ojos totalmente petrificados y perturbados. Se jala el cabello a tirones. ¿Qué hice? Grita y llora. La música no me deja escucharla. Con un poco de imaginación leo los te odio, te odio, Alejandro, eres lo peor que me pudo haber pasado en la vida, jamás debí acostarme contigo, abortaré a la bebé y el no quiero verte nunca más que emana su boca. Se va, se va, se va, se fue. Home run. Clic.


   ¡Maldita sea, apagaron las luces! ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¡Ay! Caigo al suelo. Toco lo que parece ser un cuerpo, está inerte. ¿Vive? Trato de apoyarme con una mano para levantarme. Sorpresa, otro cuerpo. Gateo a través del piso, choco con las manos, los brazos, la suciedad, los cabellos, el olor a tabaco, senos, sexo, jadeos, pastillas en el baño, oscuridad, piernas, respiraciones leves, bebés que no nacerán, pies, Abriles, quejas, jalones de pelo, copas de nada y algo, canciones, llovizna, hombros, paraguas y una duda que me hace pensar si debería ir o no. Si debería comprometerme o no. Si quiero a Abril o no. Si quiero una bebé o no. Si trabajo o no. Si estudio o no. Si vivo o no.
Tenía un nombre para la bebé: Flor. Te voy a extrañar, Flor.