“Hola, oscuridad, amiga mía, aquí estoy de nuevo para
platicar contigo— alcancé a
pensar antes de caer dormido.“
ARMABLANCA, de José Agustín.
-¿Qué nos pasó, Luis? ¿Dime qué nos pasó?
-No lo sé. Y tú sabes que no lo sé. Fue algo ajeno a mí, a
nosotros.
-Sí, la verdad es que yo sé
que no es tu culpa, sólo quería escuchar la pregunta en voz alta, quizá así
lograría responderla.
-Quizá no deberíamos
preguntarnos nada. Quizá sólo deberíamos recordar nuestros mejores momentos,
recrearlos en todas las noches frías que nos resten. Porque qué mejor calor que
el de los recuerdos, el de las memorias.
-Sí. Fuimos muy felices,
¿no?
-Mucho.
-¿Recuerdas cuando vivías en
aquel viejísimo edificio cerca del centro? ¿Recuerdas cómo subíamos a la azotea
y mirábamos toda la ciudad desde ella? Tú, bebiendo café, escribiendo, siempre
escribiendo; yo, fumando, tomando fotografías, escuchando música. Siempre
recorríamos la azotea, cada quién por su lado; pero había un momento, mi
preferido, en el que ambos convergíamos en el mismo punto, nos mirábamos por
horas, por muchas horas. Incluso pensábamos lo mismo. A veces subíamos con
alcohol y cobertores en plena madrugada, cuando todos dormían, y bebíamos,
reíamos, incluso dormíamos en la azotea.
-Te encantaba esa azotea. Tú
jamás lo supiste, pero yo nunca recorrí la azotea solo, siempre iba detrás de
ti. Mirabas y mirabas la ciudad, y yo miraba y miraba tu rostro. Pensabas, y yo
veía tus pensamientos. Éso me encantaba de ti: la forma en la que pensabas, la
forma en la que sentías. Eras tan libre. Tu mente se transportaba a
inimaginables realidades llenas de avasallantes sentimientos de alegría, que,
al final, dejaban una leve pizca de melancolía que parecía de otro mundo. Y lo
era.
-A mí también me gustaba.
Pero ya no es así. Ya no pienso de la misma forma, ya no siento de la misma
forma. Y ahora sé que ya no puedes ver a través de mí, ya no puedes sentir a
través de mí.
-No, ya no. Hoy todo me parece
muy lejano.
-Menos los recuerdos.
-No, los recuerdos viven
cerca, debajo de la almohada, sobre el buró, a lado de la ventana.
-Entonces ya respondimos la
pregunta del principio. Dejamos de ser los mismos, al mismo tiempo, sin darnos
cuenta.
-Sí, aunque la verdadera
cuestión radica en el por qué cambiamos.
-Lo sé. Y no creo que exista
una respuesta absoluta. Para empezar, cambiamos de hábitos. Dejaste de
acompañarme a ver películas, dejaste de acompañarme a las marchas, dejaste de acompañarme
a caminar por toda la ciudad; yo dejé de leer contigo, dejamos de platicar cada
noche y cada día, dejé de comprar los discos que tanto te gustaban. Fue algo
mutuo, ¿lo ves? Quizá fue el tiempo. El tiempo transcurre y lo único que
podemos hacer es dejarnos llevar por la corriente, no podemos detenernos. Y sólo podemos echar un vistazo atrás en
noches como ésta, cuando ya se está muy lejos, cuando ya se está muy viejo,
cuando ya se está muy aburrido, cuando ya se está muy cansado.
-¿De veras crees que ya es
muy tarde?
-Sí, de otra forma no
tendríamos tiempo para detenernos y pensar en ello.
-Quizá deberíamos dormirnos ya.
Lo único que conseguimos con los recuerdos, es detestar el presente.
-¿Y el frío? ¿No dijiste que
los recuerdos mitigan al frío?
-Mentí, lo único que quería
era que me quedara un melancólico pero buen sabor de boca antes de dormir. Así sueño
mejor.