miércoles, 17 de octubre de 2012

Conversación de medianoche.




Hola, oscuridad, amiga mía, aquí estoy de nuevo para
 platicar contigo— alcancé a pensar antes de caer dormido.“
ARMABLANCA, de José Agustín.



-¿Qué nos pasó, Luis? ¿Dime qué nos pasó?

-No lo sé. Y tú sabes que no lo sé. Fue algo ajeno a mí, a nosotros.

-Sí, la verdad es que yo sé que no es tu culpa, sólo quería escuchar la pregunta en voz alta, quizá así lograría responderla.

-Quizá no deberíamos preguntarnos nada. Quizá sólo deberíamos recordar nuestros mejores momentos, recrearlos en todas las noches frías que nos resten. Porque qué mejor calor que el de los recuerdos, el de las memorias.

-Sí. Fuimos muy felices, ¿no?

-Mucho.

-¿Recuerdas cuando vivías en aquel viejísimo edificio cerca del centro? ¿Recuerdas cómo subíamos a la azotea y mirábamos toda la ciudad desde ella? Tú, bebiendo café, escribiendo, siempre escribiendo; yo, fumando, tomando fotografías, escuchando música. Siempre recorríamos la azotea, cada quién por su lado; pero había un momento, mi preferido, en el que ambos convergíamos en el mismo punto, nos mirábamos por horas, por muchas horas. Incluso pensábamos lo mismo. A veces subíamos con alcohol y cobertores en plena madrugada, cuando todos dormían, y bebíamos, reíamos, incluso dormíamos en la azotea.

-Te encantaba esa azotea. Tú jamás lo supiste, pero yo nunca recorrí la azotea solo, siempre iba detrás de ti. Mirabas y mirabas la ciudad, y yo miraba y miraba tu rostro. Pensabas, y yo veía tus pensamientos. Éso me encantaba de ti: la forma en la que pensabas, la forma en la que sentías. Eras tan libre. Tu mente se transportaba a inimaginables realidades llenas de avasallantes sentimientos de alegría, que, al final, dejaban una leve pizca de melancolía que parecía de otro mundo. Y lo era.

-A mí también me gustaba. Pero ya no es así. Ya no pienso de la misma forma, ya no siento de la misma forma. Y ahora sé que ya no puedes ver a través de mí, ya no puedes sentir a través de mí.

-No, ya no. Hoy todo me parece  muy lejano.

-Menos los recuerdos.

-No, los recuerdos viven cerca, debajo de la almohada, sobre el buró, a lado de la ventana.

-Entonces ya respondimos la pregunta del principio. Dejamos de ser los mismos, al mismo tiempo, sin darnos cuenta.

-Sí, aunque la verdadera cuestión radica en el por qué cambiamos.

-Lo sé. Y no creo que exista una respuesta absoluta. Para empezar, cambiamos de hábitos. Dejaste de acompañarme a ver películas, dejaste de acompañarme a las marchas, dejaste de acompañarme a caminar por toda la ciudad; yo dejé de leer contigo, dejamos de platicar cada noche y cada día, dejé de comprar los discos que tanto te gustaban. Fue algo mutuo, ¿lo ves? Quizá fue el tiempo. El tiempo transcurre y lo único que podemos hacer es dejarnos llevar por la corriente, no podemos detenernos.  Y sólo podemos echar un vistazo atrás en noches como ésta, cuando ya se está muy lejos, cuando ya se está muy viejo, cuando ya se está muy aburrido, cuando ya se está muy cansado.

-¿De veras crees que ya es muy tarde?

-Sí, de otra forma no tendríamos tiempo para detenernos y pensar en ello.

-Quizá deberíamos dormirnos ya. Lo único que conseguimos con los recuerdos, es detestar el presente.

-¿Y el frío? ¿No dijiste que los recuerdos mitigan al frío?

-Mentí, lo único que quería era que me quedara un melancólico pero buen sabor de boca antes de dormir. Así sueño mejor.




miércoles, 10 de octubre de 2012

Un día común.



Por fin saliste del trabajo. Terminas  con la garganta llena de asco por la nada envidiable tarea que tu obeso y calvo jefe te asigna, sin variación alguna, cada día de la semana. Escribir, ordenar, engrapar, archivar. Escribir, ordenar, engrapar, archivar. Escribir, ordenar, engrapar, archivar…

Escribir…

Ordenar…

Engrapar…

Archivar…
    
   Pero hoy es viernes, y el aroma de la imprevisible noche te consuela un poco del olvidado estado en el que sobrellevas la semana. El frío cala tu cuerpo y tus pensamientos. Subes al auto, prendes la calefacción y la radio. Manejas en un estado letárgico. Cada semáforo te trae visiones borrosas de rostros que te observan. Justo como tú lo haces con ellos. Atraviesas avenidas, bulevares, calles. Volteas la vista hacia los bares que te parecen tan lejanos, tan profusamente ajenos, con sus deprimentes y gastadas luces de neón. Mueres de sueño y tratas de prender la radio que ya estaba prendida; notas, al fin, una canción que te recuerda tu juventud. ¿Será Peace and Love Army? Suena excelente. ¿Qué canción será? Sí, estás seguro que son ellos…

    Y antes de que la locutora diga el nombre de la canción, notas que ya estás en la cochera de tu casa. Apagas el motor, la calefacción y, finalmente, la radio. No pudiste esperar el nombre de la canción. Abres tu puerta con la misma desatención con la que introduces la llave los lunes, martes, miércoles, jueves, sábado, domingo. Siempre.

    El blues del tocadiscos inunda la casa de una exquisita melancolía que parece palpable. Te quitas los zapatos. Abres el refrigerador, una cerveza. Te sientas en tu sillón preferido, esperas que termine la tercera canción del disco. Rozas el cañón con tu brazo, con tu cuello, con tu cabello, con la boca de la cerveza. Finalmente llegamos a la sien. Bang, imitas el sonido. Bang, imaginas la sangre sobre el piso. Bang, ¿a los cuántos días crees que te encuentren? Bang. Bang. Bang. Bang. Nada, hoy tampoco lo hiciste. Lágrimas de nuevo, sobre la misma ropa, sobre el mismo sofá, con la misma cerveza, con el mismo blues.

   Arrastras los pies hacia la habitación, desnudas tu cuerpo, prendes la televisión porque te da miedo dormir con la oscuridad respirándote sobre el oído. Te acuestas, aún con restos lagrimosos sobre la cara, con la boca hacia la almohada. Respiras dificultosamente.

 Lo mejor de tu día fue una canción de la cual jamás supiste el nombre. 

miércoles, 3 de octubre de 2012

Cuatro paredes.



  No se ha inventado mejor refugio y escondite del avasallante mundo capitalista que el de Su Cama. Esa misma cama con hoyos en las sábanas representa para ellos lo más sagrado dentro del cuarto de 10 metros cuadrados que alquilan, dentro de la vecindad llena de señoras mayores de 60 años que regañan a sus escurridizos y melindrosos nietos a la hora de la comida, dentro de la colonia llena de bardas graffiteadas y misceláneas en cada esquina, dentro de la ciudad con su inagotable ruido, sus asaltos diarios y sus fajes callejeros acompañados de lluvia y smog.
      
     Las moscas revolotean, contentas, sobre un envase de leche que está próxima a ser un queso, cosa que, en realidad, es irrelevante para Ellos, porque ahora están en La Cama. Él, justo en este preciso instante, pasa el dedo índice por los bordes del ombligo de Ella. La desgastada radio que reposa en el suelo trata de hablarles sobre lo buena que ha sido la última administración del presidente en turno y sobre el prominente pero lejano futuro que alguna vez inundará a México.    Pero ni Ella ni Él la escuchan; Ella se vuelve sorda cuando Él transforma su boca en un huracán de humedades que inunda su cuello y su sexo, y olvida totalmente el picor del thinner que Él carga después de haber pasado medio día formando inverosímiles e ignoradas imágenes de fuego expulsadas a través de su boca. Y a Él deja de importarle el recorrido de la asperidad, resultado de lavar ropa ajena, que recorre su espalda en direcciones espontáneas y placenteras.
       
     Ni el sonido del rugir de las tripas evita que Él continúe leyéndole a Ella unos cuentos rugosos que su abuelo regálole cuando era apenas un escuincle de 8 años. Porque, en realidad, el hambre sacia cuando está acostado junto a Ella.
       
     A Ella, llena de besos sabor thinner en todo el cuerpo, le es imposible, en este momento, inmutarse ante trivialidades como el segundo hoyo que acaba de aparecer en la suela de su tenis izquierdo, como el vestido que ya ha cambiado de rojo a rosa, como la película que recién se estrena en el cine y que probablemente no verá. No, a ella lo único que le inmuta es que Él deje de susurrarle a jadeos lo bonita que está, que Él deje de besarle el cuello mientras hace remolinos los vellos del pubis, que Él deje de oler su cuello, su cabello, sus orejas.
      
     Y mientras el aullido de los perros huérfanos de dueño se cuela entre su única ventana, Ellos siguen embelesos  por el incomparable placer  estético de tenerse cerca. Quizá sean pobres de materia e incluso de visión, pero jamás serán pobres de espíritu. Jamás serán pobres de besos.