miércoles, 14 de noviembre de 2012

Es el cielo.



No recuerdo un cielo más bello que el de aquel día. No como el de hoy, ¿dónde está? No lo sé, no alcanzo a verlo. Caminábamos encima de la Avenida Central, encima del cielo. Éramos cientos de miles, ecos interminables e ineludibles a la indiferencia de una ciudad apenas onírica que pugnaba ante el régimen conservador, duro, interminable. Pero ahí estábamos, bajo el cielo lleno de matices que parecía ser dividido en dos por la misma Avenida Central; por un lado, el izquierdo en base a la Avenida, el cielo estaba poblado de nubes  que eran de un tono verde borrascoso, con tintes grises y azulados que formaban una especie de bruma que, aunque parezca increíble, nos reconfortaba a todos; por el otro lado, el derecho, el cielo lucía totalmente despejado, conformado por colores rojizos y anaranjados, fundido con nosotros, con la lucha, con todo. El cielo luce minúsculo desde donde estoy, siempre gris, siempre ausente; entra a través de las rendijas una febril luz mortuoria y grisácea que acompaña el estado lánguido de esta vida, de este país, de esta realidad.

   Las porras, las ratas escudriñando cada rincón de la celda, la nauseabunda comida, los mueran al presidente, las cortas visitas sabatinas, las venas punzando en la garganta, las rocosas y frías paredes, la Plaza Central totalmente repleta, los niños con caras confundidas y padres gritando enfurecidos, el persistente anacronismo del gobierno, del sistema…

… Ahora todo es uno solo.

   No quiero recordarlo. Simplemente no debo. Son espasmos dolorosos a la memoria, a la razón, a la libertad. ¿De veras podíamos cambiar todo un sistema que, a pesar de tener miles de intersticios que lucían débiles ante nuestro Movimiento, gozaba de miles de aparatos ideológicos que si no rellenaban por lo menos cubrían dichos intersticios? Ideológicamente sí habríamos podido, quiero pensar. Pero, ¿qué idea vence a los rifles apuntándote apenas a 5 centímetros de distancia? ¿Qué espíritu revolucionario detiene las balas dirigidas hacia niños de 10 años, de mujeres aún con los mandiles puestos, de  los obreros y sus cascos amarillos?

   Y el cielo… no estaba, perdió el brumoso verde azulado, el rojizo bravío; la represión se lo llevó.

   Ahorita les vamos a dar su revolución, culeros.  No, ustedes no nos van a dar nuestra revolución. ¿Dónde está nuestra revolución? No está a lado de alguna Avenida Central, no está impregnado en los muros porosos de una prisión gris, no está en los decibeles de los gritos de una multitud rabiosa, no está en los vestigios sanguinolentos de una represión hegemónica. ¿Dónde está nuestra revolución? Tampoco está dentro de mí, porque cuando el Estado me encerró aquí, sabía perfectamente que estos muros aprisionan más al espíritu, que al cuerpo; que duele más la ausencia y el recuerdo, que el frío en las rodillas golpeadas en cada inspección semanal. Y a otros, que fueron de algún modo más afortunados pero igualmente encarcelados que yo, simplemente les pusieron un traje y les dieron un horario de salida y llegada.

   Han pasado ya 30 años desde entonces, y sigo recordando el cielo multicolor que algún día fue el culpable de los sueños de toda una generación. De todos mis sueños.