miércoles, 19 de diciembre de 2012

Domingo



Llovía copiosamente y las gotas retumbando en el cristal lo despertaron. Abrió los ojos y miró el techo. La febril luz nublada que pasaba a través de la cortina teñía al cuarto de un gris lánguido y melancólico. Se levantó y fue al baño a orinar, se miró en el espejo, se lavó el rostro. El único gris lánguido y melancólico soy yo, se dijo mientras reconocía que su espíritu poeta aún no había muerto. Se puso una chamarra, tomó un paraguas y salió a la calle: Necesitaba un café.

   Afuera lo esperaba un viento recio que dirigía la lluvia hacia su rostro, como rasguños, como escupitajos. Cerca de su departamento había dos cafeterías, la primera estaba a dos calles, café deleznable, meseras odiosas, sillas incómodas; prefirió la cafetería más lejana,  la que quedaba a cuatro calles.

   Al entrar, el olor a café era delicioso, el calor lo acogió y sintió una intempestiva calma que no había sentido desde hace mucho. Caminó hacia la barra, un expreso. Se sentó en la esquina, en una mesa que decía, con letras mayúsculas y cafés, “MIÉRCOLES”. Jamás había notado la cantidad de mesas que había en la cafetería, tampoco había notado que cada una de ellas estaba nombrada con un día de la semana. La Lunes, la Martes y la Jueves estaban desocupadas; en la Viernes, una pareja joven, él 20 y ella 19, calculó, se besaba despacio y despreocupadamente; en la Sábado, un anciano, lleno de arrugas y cabeza blanca, leía el periódico, no alcanzaba a ver qué sección leía, debe ser deportes, pensó; y en la Domingo, estaba ella, con el largo cabello café cayendo por los hombros y por la espalda, con una bufanda negra protegiendo el cuello, con un libro en la mano izquierda y con una taza en la derecha. Bajó la mirada. Puta madre, ¿qué hace ella aquí? Su departamento está del otro lado de la ciudad, ¿qué diablos está haciendo aquí? Al instante sus manos empezaron a sudar, sus pies temblaron sin poder contenerlos. Si me levanto al baño, me verá enseguida, pensó; aunque si me quisiese saludar, lo habría hecho desde que entré, se decía mientras secaba sus manos con una servilleta. No resistió más y volvió a mirarla: La recordaba distinta, ahora tenía una presencia diferente, un brillo en los ojos, quizá, que antes no tenía. A su mente vino la imagen de una Alicia distinta con cada amanecer, siempre amanecía plena, completa, en plenitud. Recordó también que había sido hace dos años, precisamente un domingo, cuando ella lo dejó, es caprichoso el azar, casi cantó mientras una sonrisa sarcástica aparecía en su rostro. Sí, fue un domingo 22, ahora recordó con exactitud, un pinche domingo 22, dos días antes de su cumpleaños, qué poca madre, gruñó.

   Un expreso, dijo la mesera mientras ponía la taza en la mesa. Gracias, respondió sin querer hacerlo y nerviosamente tomó la azucarera. De reojo, notó para su total lamento, que Alicia lo había visto y tomaba su taza de café, su bolsa y su libro para dirigirse hacia él, para dirigirse hacia la Miércoles. ¿Alberto? ¿Eres tú? Hola, Alicia, ¿cómo estás? Bien, muy bien, ¿cómo estás tú?, decía Alicia mientras se acomodaba en la silla, frente a él. Pues estoy, que ya es ganancia, ¿y tú? Escuché que estás escribiendo una novela. Sí, bueno, ya terminé de escribirla, incluso está publicada. ¿De verdad?, dijo Alberto entre dientes mientras pensaba que su exmujer era una reverenda presuntuosa. Sí, a ver cuándo me haces el honor de echarle un ojo, dijo Alicia mientras daba un sorbo a su café, por cierto, ¿es verdad que ya no escribes? Sí, aún escribo, sólo que por ahora no he querido. Hmmm, musitó Alicia, ¿por qué? Pues porque no he querido, Alicia, simplemente porque no he querido, dijo Alberto mientras soltaba una cara de irritación que Alicia conocía muy bien. Te entiendo, Alberto, y respeto tu intimidad, pero ¿sabes?, aún me importas, siempre me has importado; no te dejes caer, Alberto, ya no. Dicho lo anterior, Alicia bebió su café de un solo trago, guardó el libro en su bolsa, acomodó su bufanda y se dirigió a la puerta. Adiós, Alberto, cuídate mucho, y por fin salió, a la intemperie, a la lluvia. Alberto la vio alejándose, bajo la lluvia, empapada. Sonrió en sus adentros y pensó que Alicia siempre había sido así: Libre. Sintió incontenibles deseos de marcharse de la cafetería y refugiarse en su departamento, porque de pronto, una oleada nauseabunda de tristeza y melancolía lo envolvió, aún más, a raíz de la nueva partida de Alicia. Pidió la cuenta y salió.

   Afuera, mientras la torrentosa lluvia lo encogía, siento el fugaz e improbable deseo de ser como Alicia, de ser libre, por lo que guardó el paraguas y caminó despacio y despreocupadamente por las calles. Las luces parecían pinturas al óleo que se diluían al camino de la lluvia, las casas parecían resquebrajarse, las personas no tenían rostro. Al recorrer la primer calle, un choque eléctrico cruzó su cuerpo, las lágrimas empezaron a salir de sus ojos, una sonrisa aparecía en su boca, alzó los brazos, ahí, en plena esquina, enfrente de todos. Corrió de vuelta a casa gritando, con una felicidad rabiosa que hacía años no sentía. Al llegar a la puerta de su departamento, se detuvo, jadeando y aún riendo, pasó las manos por su rostro y a pesar de ello la lluvia y las lágrimas prevalecían en él. Notó que no se sentía así desde que escribía, desde que vivía con Alicia, desde hace años.

   Adentro, empezó a revolver todo buscando los libros, los discos, las fotografías y cualquier cosa que le recordara a Alicia. Las lágrimas y la ropa mojada continuaban enfriando su cuerpo. Encontró los álbumes de fotografías, los casetes, los interminables libros que ambos compartieron. Puso en la grabadora a Serrat y comenzó a escudriñar cada fotografía. Eran muy felices. Ahí estaba la fotografía de su quinta cita, cuando hicieron el amor por vez primera. Ahora todo parecía un sueño, y al final, es decir, ahora, creía que lo había sido. Alicia, descubrió finalmente, había sido la mejor mujer con la que pudo haberse cruzado; ella fue quien, en primer momento, lo animó a escribir, a intentar publicar algo; lo ayudó a superar el insulso trabajo que tenía; y él a su vez había sido siempre el primer crítico de las novelas de Alicia, también había sido su gurú en películas y música. Ambos habían sido maestros del otro. La única diferencia es que él había encontrado a Alicia intacta, de pie, fuerte, incluso en el café la había visto más fuerte aún, como con un halo permanente de invulnerabilidad; y él, había sido todo problemas, siempre. Alicia le había salvado la vida. Serrat sonaba y una antes inexistente atmósfera de paz inundaba el departamento, lo resurgía entre el humo ignominioso por el que había atravesado estos dos años con la ausencia de Alicia. Encontró un libro, su favorito, que había sido un regalo de cumpleaños de ella; al final del mismo, venía una dedicatoria en la que Alicia había escrito el primer te amo que le había dicho, también se leía un no te dejes caer. Notó que ese no te dejes caer prevaleció desde el principio, desde el final y ahora, dos años después. El casete terminó y Alberto estaba fatigado pero libre, al fin. Decidió irse a acostar aún con el libro y con la fotografía de esa quinta cita.

   Al día siguiente, veloz como un gato, se levantó y desayunó como nunca. Al terminar, con un ánimo locuaz, prendió la grabadora y puso su antiguo rocanrol oh sagrado rocanrol, y se sentó frente a la máquina de escribir. Alicia, dedujo, le había salvado la vida por segunda vez. Los recuerdos son poderosos y gratos desde el cristal con el que se miran, pensó, mientras tecleaba muy contento.
Éste es el final de la novela que empezó aquel día.





lunes, 3 de diciembre de 2012

No estoy loco.


Me despedí de ella como siempre: Buenas noches, un beso, mañana nos vemos. Caminé a lo largo de una calle totalmente oscura, desértica. Llegué a la parada del autobús o, en su defecto, de la combi. Qué frío. Alcanzo a ver a lo lejos, muy a lo lejos, dos rayos de luz que vienen aproximándose a una velocidad uniforme. Leo algo que dice "Palmas", es una combi. ¡Suben!

Dentro hace menos frío. Una luz neón rosa ilumina profusamente el interior del vehículo. Hay tres personas que a su vez están sentadas en tres de los cuatro asientos que la combi posee. Me siento en el cuarto. Nadie quiere tener cerca a nadie.

Noto los rostros de mis acompañantes. Pegado a la ventana, en el asiento que está al fondo de la combi, a mi izquierda, se encuentra un señor de edad avanzada, cincuenta y cinco años, calculo; piel morena, cacariza; lleva un reloj dorado y camisa amarilla a cuadros. ¿Acaso no tiene frío?
En el asiento que está frente a mí, es decir, frente a la puerta, hay otro señor. Éste parece tener 35 años. Mirada desoladoramente profunda. Usa una chamarra negra que le llega hasta la nariz y una gorra del mismo color. Sólo logro ver sus ojos, viciados, blancos, muy blancos. Inmediatamente dejo de verlos y volteo hacia el suelo, porque hasta ahora noto que llevo casi cinco minutos mirando, y el a mí, a los ojos.
A mi derecha, el asiento que está más cerca del conductor, hay un joven de aproximadamente la misma edad que yo, veinte años. Tiene los ojos rojos, lleva una sudadera blanca y pareciera tener una prisa loca por querer hacer algo.

Saco un libro de mi mochila, pero la febril luz rosa no es suficiente para alcanzar a distinguir las letras. Aún así finjo que leo, la tensión dentro de la combi es casi palpable. La mirada azotadora del tipo que no deja de escudriñarme, los tics nerviosos de las manos y de los ojos del que está a mi derecha, la solemnidad casi moribunda de un anciano a mi izquierda.
 Todo parece ser tan confuso: la luz, el rostro cubierto por la gorra y por la chamarra, los ojos rojos y los golpeteos de los pies en el piso que parecieran llevar un ritmo pero que no llevan ley alguna con respecto a la rítmica, la pesada respiración de un anciano que sólo espera la muerte. ¡Todo es tan confuso!

Calma. Calma. Calma. Ya habías pasado por esto una vez, ¿recuerdas? La vez que fuiste al Distrito Federal y tuviste que tomar por primera vez el metro, la inconcebible cantidad de gente que subía, la falta de asientos, los cuerpos pegados al tuyo, el aire que creías que te faltaba. Todo tenía una causa.
Cálmate.
Vuelvo a poner los ojos en el libro, me pierdo en las letras rosas. Respiro de una manera estertórea. Poco a poco llega la calma, incluso me da sueño.

Sube a la combi una pareja. Recién noto que el trayecto se ha prolongado demasiado. ¿Dónde estoy?
La mujer, gorda y morena, se sienta a mi lado. Él, con un bigote desarrapado, se sienta a lado de ella. Ambos tienen las manos pintadas de un color azul. Seguro vienen saliendo del trabajo, de la maquila. Infiero que estoy a quince minutos de mi casa, ya que anteriormente he tomado esta combi y he calculado el tiempo que lleva de la maquila a mi casa, que es el punto medio de todo el recorrido. Siento alivio, pero la impenetrable oscuridad externa a la combi exalta mi estado de perturbación anterior.

Cierro los ojos. La luz pareciera formar figuras en mis párpados, humo rosa que cruza la lobreguez de mi mente. Todo ello se ve interrumpido por la indeseable risa de la gorda de a lado. ¡Puta madre, cállate!, pienso.
Miro con antención que, hasta ahora, el tipo que está frente a mí, el de la gorra y la chamarra, se ha quitado la primera y ha bajado el cierre de la segunda. Tiene un corte de cabello tipo militar y una larga cicatriz en el lado izquierdo que, sumados a su mirada de una ominosa calaña, produce una serie de escalofríos en mí. En el bolsillo izquierdo, sobresalta un bulto, podría ser una pistola o un cuchillo.
Los rostros de todos ahora parecen convulsionarse bajo la luz neón. Rostros grotescos, con formas y sombras asquerosamente aterradoras. ¿Yo luzco así? Me tallo el rostro. No, yo no soy como ellos, yo no.

Algo va a pasar aquí. Alguno de ellos va a matarnos a todos. Sí, va a matarnos. ¿Quién será? La risa imprudente ahora de ambos, de la pareja, prevalece. Cállense. Shh. Calma. Piensa. ¿Quién será? ¿Quién será?
El anciano ronca, él no nos matará. En dado caso, sería el primero en morir. Pobre.
¿La pareja? Brutos risueños. Trabajan en una maquiladora. ¿Podrían? No, ambos lucen demasiado torpes.
El tipo de mi izquierda, el de los tics, él podría; además, tiene los ojos rojos, podría estar drogado, podría estar borracho. Sí, él puede matarnos.
De pronto, topo de nuevo con la mirada del tipo que está frente a mí, el del corte militar, y entiendo que no hay otro que pueda asesinarnos. Es él. Nos matará. A mí,  a 5 minutos de mi propia casa me matará. Carajo, no quiero morir. ¡Deja de verme! La respiración estertórea vuelve.
¡Ahora me está sonriendo! ¡El maldito se atreve a sonreírme! Sabe que yo sé que quiere matarnos a todos. El bulto sí es una pistola, o una navaja.
No, no quiero morir, carajo. A mitad de la nada, ya casi llego, ya casi llego. Caigo en un estado letárgico, sólo veo luces neón, caras oscuras, escucho las risas y los ronquidos... ¡Cállense todos!

Bajo de la combi. Al final no pasó nada de lo que yo creía. Carajo, mi madre tiene razón, necesito ir con un sicólogo. Llevo encima una pesadez que me hace dormir inmediatamente después de entrar a mi casa, a mi cuarto y acostarme en mi cama.
Al día siguiente despierto con un apetito feroz. No hay nadie en casa por lo que salgo a buscar algo para desayunar. En la esquina de mi casa noto una multitud demasiado inusual, hay patrullas de policía y automóviles con logotipos de algún periódico local, también hay muchos vecinos escandalizados, que se cubren el rostro y algunos incluso lloran. Me acerco y le pregunto a mi vecina del 500-C, Doña Rosa, ¿qué fue lo que pasó? ¡Es horrible, Mario!, fue lo único que contesta antes de cubrirse los ojos y correr hacia su casa. Un reportero parece haber terminado su trabajo y viene hacia su automóvil, lo alcanzo y pregunto lo mismo, ¿qué fue lo que pasó? Una verdadera tragedia, joven, seis personas fueron brutalmente asesinadas ayer, en esa combi que usted ve; asesinaron a un anciano, a una pareja, a un joven, al chofer y a un guardia de una empresa privada que iba a su trabajo. Los degollaron, les arrancaron los glóbulos oculares, cortaron sus miembros y, al final, el muy maldito que lo hizo, pintó en el techo de la combi, con la sangre de las víctimas: "NO ESTOY LOCO". Al terminar de decirlo, el reportero negó con la cabeza y siguió su camino.
No estoy loco y no necesito ir al sicólogo.