martes, 1 de octubre de 2013

ANTICUARIO



Guadalupe está sentada sobre una pequeña silla de madera. Me acerco y me siento a su lado, sobre una caja. Ella esboza una ligera sonrisa y comienza a contarme cómo es que una mujer de 70 años puede sobrevivir, sola, vendiendo libros, muñecas, ropa y antigüedades, en un tianguis de la colonia Xilotzingo.


Son las dos de la tarde, el sol está en el cenit. La gente y los automóviles avanzan despacio sobre la banqueta y la calle, respectivamente. Música de distintos géneros se oye desde un puesto de discos pirata y, junto a él, decenas de puestos más ofrecen revistas, ropa, antigüedades, libros, muñecos y zapatos. Todos, usados. Si eres atento, podrás notar al único puesto que no posee una sombrilla que mitigue el sol. Si eres atento, podrás notar a una viejita con una toalla sobre la cabeza. Se llama Guadalupe Flores Reina y lleva 30 años vendiendo en este lugar.

“A veces me acuerdo, y siento que el tiempo pasa muy rápido. Jamás pensé hacer lo mismo todos los días, a todas las horas, en este lugar”, me dice mientras sonríe a los transeúntes que dan una barrida con los ojos a las muñecas sucias, a los libros maltratados de Verne, a la ropa usada. “Pero uno se acostumbra a todo. Uno se acostumbra hasta al sol, joven”, continúa.
Guadalupe nació en la ciudad de Ajalpan, Puebla. Fue la mayor de cinco hermanos, así que desde pequeña, sus padres, Guadalupe Reina Reyes y Marco Antonio Flores Martínez, encomendaron en ella la tarea de cuidar a sus hermanos, a la temprana edad de 6 años: “Yo cuidaba a Lonchito, mi hermano más chico, dándole mamila y cargándolo todo el día. Mis otros hermanos, Luisa, Miguelito y Regina eran tremendos, y yo muchas veces llegué a pegarles. A fin de cuentas era una mamá para ellos, una mamá chiquita”, cuenta Guadalupe y una risa estertórea le sale de la garganta. Se talla las manos arrugadas, con infinitas pecas, y continúa: “Mi mamá casi no estaba en casa, porque la mayoría del tiempo se la pasaba limpiando casas en otras colonias, y mi papá vendía semillas casa por casa. Así que, por cuidar a mis hermanos, tampoco tuve tiempo de ir a la escuela, cosa que de verdad me hubiera gustado hacer.”

Sin embargo, cuando Guadalupe cumplió 14 años, una tía proveniente de la ciudad de Tehuacán los visitó, y prometió ayudarlos económicamente,  tras el fallecimiento de su padre: “Yo en ese tiempo no entendí muy bien por qué mi papá se había muerto; sólo sabía que había bebido demasiado. Después supe de algo llamado <<cirrosis>>. Pobre. Sufrió mucho, y yo jamás lo supe, pero si eso fue lo que quiso para él, pues ni modo.” Pero su tía no sólo los ayudó económicamente, sino que, también, le propuso a su madre llevarse a Guadalupe a Tehuacán, a trabajar: “En aquella época era común que los padres regalaran a sus hijos. Hoy ya no se puede, porque estoy segura que te meterían a la cárcel; pero en ese entonces, sí. A pesar de que yo vi en mi tía Juana a una persona muy buena, me dio muchísimo miedo irme, dejar a mis hermanos, a mi mamá. Pero, también, tuve una inmensa curiosidad por conocer otra ciudad; además, claro, mi tía prometió enseñarme a hacer algo que yo siempre había soñado: aprender a leer y escribir”.

Así que Guadalupe, con todos esos miedos y esas curiosidades, partió hacia la ciudad de Tehuacán, Puebla, con su tía Juana. “Jamás he vuelto a sentir algo como la vez que pasé por el parque de Tehuacán por primera vez. Recuerdo que las campanas de la catedral sonaron, y yo me quedé parada ahí, en medio de todo, y me sentí muy feliz. Era una niña que conocía por primera vez un lugar distinto, a personas distintas”, me dice y en ese preciso instante una niña toma una muñeca pequeña, con los listones del pelo rotos, que Guadalupe vende, y, tras breves instantes, la  niña regresa a la muñeca en su lugar.

Tras su llegada a Tehuacán, Guadalupe comenzó a trabajar como lavaplatos en el Hotel Madrid de Tehuacán, lugar donde su tía era recepcionista. Ahí conoció a la dueña del hotel, Marina Galicia Garza, una española que, tras haber quedado viuda, decidió construir el hotel y quedarse a vivir en esa pequeña ciudad. Marina jamás había tenido hijas, así que apenas cinco minutos de conversación con Guadalupe la maravillaron y a partir de ese momento la cuidó como si fuese su hija: “Yo la veía y me resultaba increíble que jamás se hubiese vuelto a casar; era una mujer bellísima. A pesar de que mi tía siempre había sido cariñosa conmigo, en la señora Marina sentí una verdadera confianza, un lazo muy profundo y vivo. Incluso la señora Marina fue quien terminó por enseñarme a leer y a escribir”, me dice mientras alcanza un libro desgastado; en la pasta no se lee el título, pero se distingue un <<G. Lorca>>. “Cuando aprendí a leer bien, este libro me lo regaló la señora Marina. Era su favorito. No me gusta la idea de venderlo, pero sí me gustaría que alguien más pudiera leerlo algún día”.

Cuando Guadalupe tenía 22 años, su tía Juana murió de un paro al corazón. La noticia cayó intempestiva sobre Guadalupe, y se sintió profundamente triste, porque, a pesar de que Guadalupe quería más a Marina, la tía Juana le dio la oportunidad de conocer a Tehuacán y, con ello, a personas como la propia dueña del hotel: “A mi tía Juana la extraño mucho. La recuerdo detrás del mostrador de la administración, sonriente. Yo siempre la vi sana. Un día la encontraron los huéspedes tirada a mitad del lobby, y fue demasiado tarde. Creo que, a fin de cuentas, extraño más a mi tía Juana que a mi propia madre”.




Guadalupe adoptó las funciones de su tía Juana en la recepción, y un día cualquiera conoció a Ismael López, un mercader proveniente de la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, al que ella define como su primer amor, y que se hospedaba en el hotel por vez primera. “Ismael… Siempre estaba bien vestido, hablaba correctamente, y yo le encantaba”, me cuenta entre risas y prosigue, “salimos un par de veces, y, cuando regresamos al hotel, me propuso irme a Tamaulipas con él”, continúa e inmediatamente los ojos se ensombrecen, “pero no acepté porque a la señora Marina no le caía bien Ismael. Decía que probablemente ya estuviera casado, que llegando a Tamaulipas me iba a abandonar. Así que Ismael dejó Tehuacán al día siguiente, y jamás volví a saber nada de él”.

La madre y los hermanos de Guadalupe se comunicaron con ella unos meses después, para comunicarle que Regina, su hermana, se había casado c|on un militar que les había propuesto mudarse a Baja California Sur. Guadalupe no aceptó la invitación que su familia entera le hacía, porque la señora Marina estaba muriendo de cáncer. Dos meses después, fallecería. Tampoco volvió a saber algo de su madre y sus hermanos. “Esa ha sido la época de mi vida más triste que he vivido. Mi familia estaba al otro lado del país y la señora Marina había fallecido. Yo tenía ya 28 años, y la gente decía que yo ya no me iba a casar. Así que lo acepté. Acepté que iba a estar sola para toda la vida”, lo dice con un temple admirable, sordo. Las manos le tiemblan, acomoda un par de zapatos que unos jóvenes acababan de mirar, y continúa: “Hay personas que nacimos para eso. No es que no necesitemos de otra persona, sino que aceptamos que ésta es nuestra naturaleza, nuestro modo de vida. A muchas personas les cuesta aceptarlo. A mí no.”

Tras la muerte de Marina, Guadalupe no abandonó su labor en el hotel. Se hizo costumbre que los huéspedes le dejaran un regalo tras su partida. Así junto muchas muñecas de las niñas que se hospedaban en él, y que, por supuesto, ella mimaba porque creía reproducir las escenas en las que Marina y ella jugaban. De vez en cuando, también, los huéspedes olvidaban ciertas cosas, y Guadalupe decidía conservarlas. Pares de zapatos, libros y otra clase de objetos se acumulaban en su colección.

Lamentablemente, tras 26 años de trabajar en el Hotel Madrid de Tehuacán, un día los sobrinos de la fallecida Marina Galicia llegaron a Tehuacán con una noticia terrible: “Yo no los conocía, pero me mostraron unos papeles que los validaban como dueños del hotel. Habían decidido venderlo a una cadena comercial, así que, en cuanto antes, el Hotel Madrid de Tehuacán sería demolido. “No los culpo porque sé que el hotel no era un negocio rentable para ellos; pero tampoco los recuerdo con mucho agrado, ya que, a fin de cuentas, el hotel fue derrumbado con una parte de mí dentro”, me cuenta e, irremediablemente, las lágrimas comienzan a brotarle. Guadalupe no llora demasiado. Saca de su delantal un pedazo de papel, seca sus lágrimas y se levanta a saludar a otra vendedora del tianguis.

Al ser demolido el Hotel Madrid de Tehuacán, Guadalupe partió con toda la colección de objetos regalados y olvidados que había acumulado, hacia la ciudad de Puebla, lugar donde una frecuente cliente del hotel le había prometido un empleo. Sin embargo, al llegar a Puebla, jamás encontró a la dicha cliente. Con el dinero que había acumulado tras trabajar en el hotel, Guadalupe rentó un cuarto en la colonia Xilotzingo y comenzó a buscar empleo. ”En realidad no sabía un oficio. Sabía lavar trastes, hacer el aseo, leer. Busqué trabajo en supermercados, pero a mi edad era muy difícil que me contrataran. Fue entonces como la dueña del cuarto en el que vivía me dijo del tianguis; ella había visto la colección de cosas que tenía, y me dijo que fácilmente podrían venderse en él”. Así fue como Guadalupe montó, por vez primera, el puesto donde ahora está sentada. No se ha movido un solo ápice desde entonces.

Sin embargo, el tiempo ha pasado. La propietaria del cuarto que Guadalupe rentaba murió, pero los hijos de ésta se encariñaron tanto con Guadalupe que le permitieron quedarse a vivir ahí. Guadalupe no sufrió, entonces,  problemas económicos, debido a que las cosas que vendía aún conservaban un buen estado, pero conforme pasaron los años, los zapatos se desgastaron, las pastas de los libros se arruinaron, las muñecas se llenaron de polvo. “No vendí mucho entonces. No vendo mucho ahora. Si saco para comer, me doy por bien servida. A fin de cuentas yo ya viví mucho. No tardo para reunirme con mi papá y mi mamá, Marina, y hasta quizá mis hermanitos. No lo sé.”, termina mientras empieza a recoger el anticuario urbano que montó horas atrás. Las fuerzas en las piernas se le agotan con la jornada laboral diaria y siempre existe alguien que le ayuda a guardar todo de nuevo en su cuarto.

Son ya las cinco de la tarde y veo a Guadalupe alejarse. Va cargando una muñeca con la mano izquierda, y con la derecha lleva la silla de madera que cargaba. Se han adelantado ya los voluntarios que recogieron por ella todas las cosas que pone en venta, las muñecas que le regalaban niñas de ojos brillantes, los zapatos que, quizá, perdieron mercaderes de Tamaulipas, los libros que le regaló una tutora española. Guadalupe vive con sus recuerdos, recuerdos materializados, recuerdos que le dan sustento en un modelo económico que se ha olvidado de ella.

Recuerdos a los que pronto se unirá.


lunes, 27 de mayo de 2013

Mañanas


   Hambrientos, los rayos matutinos del sol se colaban por las persianas buscando nuestros ojos. Yo me levantaba y sin voltear  caminaba hacia el baño, pero el reflejo del lavabo traicionaba mis sentidos y te veía ahí, tan cansada, tan jodidamente derrumbada, de lado. Tú, al igual que yo, habías sido despertada por aquellos rayos soberbios, pero tan solo dirigías los ojos, la respiración y los labios hacia ese lado de la cama en el que yo no existía. A partir de ese momento, nuestras tardes y noches se convertían en nada, en la lánguida rutina de lo fallido. Ambos sabíamos que la comida estaría repleta de esos ecos que resuenan debajo de la mesa, entre las sillas, sobre los platos, y que nunca nadie se ha atrevido a escuchar; ambos sabíamos que durante la cena y el camino hacia la cama,  la ola de recuerdos dolientes nos arrastraría hacia la cama, hacia la noche.

   Entonces, la mañana era nuestra única esperanza, era ese momento en el cual toda esa vorágine vespertina y nocturna de dolores callados y amarguras vivas podía transfigurarse en la sal de los besos, en la suavidad de los ombligos, en la humedad de nuestros sexos. La mañana era la piedra que rompería cristales consuetudinarios creados por nosotros mismos. La mañana, con fulgores amarillos colándose por las sábanas, nos daba la oportunidad de abrir los ojos, vernos el uno a otro y comernos con esos amores olvidados entre los rincones de la costumbre, entre las telarañas del desconsuelo.

   Sólo así, quizá, los ecos resonantes de la comida se convertirían en los febriles mordiscos de cuello y barbilla; el pasaje hacia el lecho estaría destinado a los violentos besos del desgobierno, a las impúdicas caricias bajo las faldas, a los virulentos rasguños de la espalda. Sólo así, quizá, yo podría despertar sin los constantes reproches de tu espalda gritándome a la cara; podrías voltear con esas sonrisas plenas que brillan acompañadas de fulgores matutinos.

   Por eso, antes de dormir, sin que ninguno se atreviera a decirlo, nos acostábamos con la ilusión de poder despertar como alguna vez lo hicimos: de frente, con los labios sobándonos el cuerpo, con los ojos besándonos la cara.

Nos quedaba la mañana. Sólo eso. 




miércoles, 24 de abril de 2013

No hay respuestas

El café ya está frío. El señor Manuel González lleva jugando con él 45 minutos. Hace una hora que bajó del autobús. Una vez más estira la cabeza hacia la izquierda, desde donde puede ver el puesto de celulares que atiende un señor de aproximadamente 50 años, cinco bancas de espera y, el motivo por el cual ha estirado la cabeza ya incontables veces, el puesto de discos que atiende Moni.

   
     -Usted puede decirme Moni, Mónica se oye muy formal, como si ya fuera una vieja.
     -No, cómo crees, Moni, yo jamás te diría vieja.

  Moni no es como Alma: Moni puede hablar de Muddy Waters, de Serrat, de Patti Smith; Alma no hablaba de otra cosa que no fuera Madonna. Pero Moni no parece ser de las que puedan preparar los chilaquiles con epazote, de las que puedan planchar el cuello como a él le gusta; Alma sí lo hacía, Alma era capaz de mantener el olor del piso siempre fresco. La espalda con pequeñas pecas cafés en los omóplatos se cuela entre los parpados, entre las llegadas a la central de autobuses, entre los cafés fríos, entre la espera.

     -Mire, Don Manuel, el disco lo tengo en mi casa, si me espera quince minutos, pues vamos por él y nos tomamos una copita. 

  Se compara ante la ola de carne que duerme a su lado. La espalda: sin pecas, lisa, joven; los cabellos, negros, no cafés como los de Alma. Se levanta al baño donde las arrugas en la cara, las canas en las patillas y la acechante calva lo miran desdeñosamente viejo. Por eso estar con Alma era distinto, las arrugas no lo miraban como lo miran ahora, las pecas en la espalda combinaban con sus propias pecas. Mónica por fin ha llegado a abrir el local, Manuel pide la cuenta y camina despacio hacia la rampa donde se encuentran todos los negocios y donde se compran los boletos, para poder llegar hacia Moni.
  Mónica, Moni suena muy infantil.
  A Manuel siempre le gustó su casa: limpia, con olores a especias perfumando permanentemente la cocina, con los libros de Alma esperando en cualquier rincón de la casa. Le encantaban los libros de Alma. Pero esta casa no tiene orden, el cuarto está sucio, discos por todos lados, la cocina sin comida, los libros ausentes. Mónica lo ve, a lo lejos, y saluda con una sonrisa. Sí, también la sonrisa de Alma era preciosa cuando él trataba de bailar cierta canción de pop comercial norteamericano que él no conocía, pero Alma veía el esfuerzo y sonreía, sonreía. O como cuando Manuel la sorprendía con un libro nuevo, o leía en voz alta sus poemas favoritos. Ésos son los buenos recuerdos, los malos recuerdos no le llegaron con la sonrisa de Mónica, sino con la espera dentro del olor del café.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  No es que le haya dolido la infidelidad, le dolieron los motivos que llevaron a Alma a engañarlo.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas, ni café en la estufa, ni llantos, ni casa limpia, ni olor a especias, ni pop rebotando en cada pared, ni nada.
  Conoció a Moni, a Mónica, dos semanas después de la ruptura con Alma, en uno de sus viajes quincenales para entregar mercancía.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  Tenía tiempo de sobra y se detuvo en la zona de negocios, buscaba discos y encontró ojos marrones detrás del mostrador.

    - Muy buenas tardes, ¿algún disco en específico? No tenemos “Muddy Waters  at Newport”, pero sí el “Newport Jazz Festival”.

  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  A la quinta visita al local, se presentó una oportunidad: Gracias por invitarme a comer, Don Manuel, ya no iba a darme tiempo de ir hasta mi casa.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.

    -¿De verdad tiene ese disco, Don Manuel?
    - Sí, me lo compré en el 86, es de mis bienes más preciados.

  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas. 
  Apaga la luz del baño para dejar de verse en el espejo, le hace daño. Camina hacia el cuarto, ve la silueta dibujada a través de las sábanas. Se acuesta. Abraza el cuerpo de la joven por su cintura. Veinticinco años son muy pocos comparados con sus cincuenta.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  No estoy tan viejo, piensa mientras Móni-Mónica se retuerce en las sábanas. Los ojos color marrón se funden con el café y las especias de la cocina.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
Detiene su andar justo a 10 pasos del negocio, la sorpresa de Mónica (Moni no) matiza el momento.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  Ante la sorpresa de Mónica, Manuel cambia de dirección. Ahora se dirige a la salida. Se miran por última vez; Manuel, Alma, Mónica; especias, discos, bailes; poemas, pecas, arrugas.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  Adiós, Alma. Adiós, Mónica. ¿Por qué? No hay respuestas.




lunes, 1 de abril de 2013

Silbidos



Es que eres como un grillo, le decía María Luisa antes de guardarle en la mochila negra el café y las galletas María que José Luis comía hasta las 2 de la mañana, justo cuando el hambre y, sobre todo, el frío arreciaban; por eso te gusta cantar tanto, completaba María Luisa antes de plantarle la boca sobre la frente. Entonces, José Luis, que para eso se pintaba solo, bajaba las manos a las caderas y apretaba la cabeza contra unos marialuisenses pechos suaves que cedían y que se dejaban desvestir y besar, que se dejaban lamer y morder. 
Es que eres como un grillo, pareciera seguir escuchando José Luis mientras espera el autobús, siempre retrasado por 2 minutos, de las 9 de la noche que lo llevará, con una duración aproximada de 30 minutos, hacia el pueblo de San Cuetzcalco de las Rosas, conocido por su clima tropical, su kiosko totalmente hecho de talavera y la fábrica de productos químicos dedicados al cuidado del hogar Farsobioquim S.A. de C.V, del cual José Luis, ese mismo que ahora sube al autobús y paga 18 pesos, es velador.

   Es que eres como un grillo, retumba la voz de María Luisa cuando José Luis baja del autobús y atraviesa los 300 metros de terracería, desde la carretera federal hasta Farsobioquim. Es que eres como un grillo, parecieran cantar los propios grillos que quieren disfrazarse de muchas María Luisa nocturnas y grises. Y entonces, José Luis, montado en su papel grillesco impuesto por María Luisa, comienza a silbar y a tararear mientras las nubes disfrazan a la luna de una manta azul marino y los últimos transeúntes saludan a José Luis con un “buenas noches, Don Pepe”. Pero ni los saludos nocturnos provocan que José Luis interrumpa sus silbidos y tan sólo responde agitando la mano vehemente, con ritmo.

   Los perros de Farsobioquim reconocen los silbidos de José Luis antes de que este abra las puertas de la fábrica y se ponen a aullar, contentos, animosos, juguetones, como si acompañaran el canto del grillo de María Luisa, hasta que José Luis levanta las rejas y los palmea, minuciosa, cariñosamente. Cuando se incorpora y siente el cansancio de las rodillas, reflexiona en cuántos años más aguantará el camino de su casa hasta la parada al autobús, del descenso del autobús hasta la fábrica de productos químicos. Pero eso no es lo que lo que realmente distrae el canto de nuestro grillo velador, lo que realmente pesa es el hecho de no poder escuchar las canciones que el conductor del autobús Tomatlán-San Cuetzcalco de las Rosas, Pedro –alguna vez escuchó que alguien lo llamó así–, reproduce gracias al super moderno aparato reproductor con sonido surround, con miles de woofers y trillones de subwoofers, que tiene instalado en el autobús donde se oyen canciones rancheras con voces de Rocío Durcal y Juan Gabriel.

   Es que eres un grillo que canta canciones rancheras, imagina que María Luisa dice después de hacer el amor y dibujar una sonrisa cómplice.
Pero no. No hay ninguna María Luisa al regresar. Así que nuestro grillo silenciado regresa batido de cansancio al haber silbado y cantado toda la noche, cegado por los rayos del mediodía. Se acuesta en la cama que aún huele a María Luisa, y empieza a soñar, a soñar con noches serenas, llenas de perros, de estrellas, de grillos que lo acompañan junto con miles de bocinas surround, junto con una María Luisa encarnada de noche, desvestida al pie de las rejas grises de Farsobioquim. Entonces, junto con los aullidos y los años, las lunas y los autobuses Tomatlán-San Cuetzcalco de las Rosas, las María Luisa enterradas y las Rocío Durcal dirigiendo una canción, José Luis, nuestro grillo, se revuelve en un mar de sábanas con olor a senos marialuisenses y con lagrimosos sabores salados, hasta estar de nuevo sentado en la parada del autobús, frente a los perros y frente a la luna, siempre, siempre, arrullada por los grillos.



martes, 15 de enero de 2013

Radio Morir


El sol sabía lo que venía y procuraba taparse los ojos y esconderse en las montañas antes que verse opacado por la danza circundante y profusa del humo gris que se quedaba impregnada en los torsos, los  cabellos, las nalgas, las pantorrillas, las almas.  
Retumbando sobre las paredes, los años y los gemidos de Alicia se vuelven uno solo, cuando Fernando, el héroe del cuarto, el perro que aúlla y erige durante el atardecer, lame los pezones cuarteados y cafés de la ahora evaporada Alicia. Sí, a la par del atardecer, la yerba y Alicia se evaporan en el humo febril que circula y baila en lo hondo del cuarto; ambas, la yerba y Alicia, livianas, escalan por los rayones de las paredes, mueven las telarañas pendulares atrapadas en los rincones, gatean por el techo y se paran encima del foco sin luz, del vidrio obnubilado, para bajar en medio del cuarto y presentarse en galaxias tridimensionales con colores híbridos pero tristes que aterrizan sobre la espalda de Fernando. 
Fernando mueve las caderas al ritmo de las bocinas que vibran y hacen temblar las patas de la cama, y mientras la música se escapa por las ventanas, la risa de los niños que recién salen de la escuela vespertina se cuela en el cuarto y matiza lo copioso que resulta el cuarto lleno de gemidos, humo y beats.


Radio morir, boleros de arrabal, noches que van a
dar al tiradero y yo en verdad a un párrafo
de amar. Ay, ay, ay, ay...



Cantan las bocinas y ahora Alicia es la que aúlla; cual perra, araña y muerde, lame, olfatea y escarba. Cantan las bocinas y ahora es Fernando el que se evapora; cual yerba, se inhala y exhala, se eleva, se expande y aterriza.
Y ya vino la luna azul , porque el sol y su brillante vanidad huyeron al ver que hay más belleza mirando hacia el suelo que hacia el horizonte. Se piraron. En cambio, a la luna le gustan los amantes viscerales, los beats lóbregos y el humo pesado. Por ello, los amantes no detienen su danza y dejan que la luna se cuele por las ventanas, como niña voyeurista, y se esconda a lado del buró, expectante ante cualquier orgasmo orgulloso que escape de los sexos de esos antiguos amantes, Alicia y Fernando, que se conjugan en una más uno para formar algo que no puede ser contable.




martes, 1 de enero de 2013

2013

Ya vamos a cerrar la terminal, me dijo el guardia. ¿Pues qué hora era? Eran las 11 de la noche, y como era 31 de diciembre, cerrarían temprano. Al parecer me había dormido con los audífonos puestos, y con el cuerpo empequeñecido y entumido por el frío. Me había quedado sentado, como perdido, por dos horas, sentado en la estación de “llegadas”. Así es que tomé mi única maleta y abracé mi cuerpo con todas mis fuerzas para tratar de mitigar el frío. Salí de la terminal y me dirigí a la sección de transportes, donde entraba el transporte público y los taxis. Un taxista me hacía señas tratando de preguntarme si sería su pasajero. No tenía destino, porque aún no lo decidía. A pesar de ello, subí al taxi.


    La calefacción resultó una bendición. ¿A dónde lo llevo, joven? Vaya hacia el Centro, y ahí le digo para dónde. Ya eran la 11:20 de la noche y el taxista manejaba lento. Parecía que ninguno quería llegar a ninguna parte. Ante mí se dibuja y se desdibujaba una ciudad fantasma. Las calles estaban vacías, salvo minúsculas sombras perdidas que buscaba un transporte. Era como un enorme escenario de película, donde las luces brillaban, cálidas y frías, para brindar un espectáculo receptivo sólo para las personas que no tenemos un destino. En la radio sonaba una canción vieja  que yo recordaba y que al parecer era acompañada por el silbido del taxista que recién habían vislumbrado mis oídos. Disculpe, ¿qué canción es la que está sonando?, le pregunté. Joven, fíjese que en realidad no sé, simplemente me resultó conocida, respondió mirándome a través del retrovisor. Noté que sus ojos brillaban, resplandecían, como si perteneciesen al alumbrado público que iluminaba a la ciudad y que la ensombrecía al mismo tiempo. Cerré los ojos y refulgieron ante mí rayos amarillos que iban y venían, se entrelazaban dentro de siluetas que parecían ser muchas cosas, pero que no tenían forma alguna; serpenteaban, corrían, se estrellaban; ahora eran pequeñas bolas doradas con una cola detrás de ellas, explotaban, resurgían más, desaparecían, se multiplicaban; después fueron azules, verdes, violetas, rojas. Dentro de la explosión de esa oscuridad, nacieron los ojos más resplandecientes, obnubilados, tétricos y anómalos del taxista, acompañados por las bolas, los ribetes, los rayos, verdes, dorados…


    ¡Joven!, gritó el taxista tras sacudirme muchas veces, ya llegamos al centro, ¿a dónde quiere que lo lleve? Yo, aún aturdido y con los vellos electrizados, sólo pagué con un billete de 100 pesos y me bajé del taxi. Trastabillé y me dejé caer en el suelo. Todo lucía desenfocado, las sombras ahora eran interminables, me veían, me señalaban, se reían, se asustaban. El frío arreciaba con cada gateo que daba por la plancha del Zócalo y el alumbrado que antes parecía dar un aspecto bohemio a la ciudad, ahora se había multiplicado convirtiéndolo en una interminable decadencia de lastimosa electricidad. Escuchaba que el cielo tronaba, echaba chispas, las sombras miraban a él y aplaudían. Logré llegar a una banca y me acosté en ella. Los gritos de las sombras iban en aumento y me ensordecían, escuchaba una cuenta regresiva: Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡2013!

    Los rayos, morados, verdes y azules, refulgían dentro de mí, y se entrelazaban con los ribetes y con las bolas rojas, doradas, amarillas. Se repetía lo mismo que había visto en el taxi y quise abrir los ojos para evitar la ominosa sensación que había vivido, mas la sorpresa que me aguardaba era mayor: No tenía los ojos cerrados. Lo que veía ahora, era el mismísimo cielo acompañado por los mismos tronidos que había escuchado cuando me arrastraba. Apreté con mis dedos el asiento de la banca intentando retomar un poco de equilibrio y lo logré. Las sombras ahora tenían rostro, los tronidos y las luces que provenían del cielo no eran más que el resultado de los cohetes. Había llegado al núcleo de la celebración de Año Nuevo. Noté, hasta entonces, que no llevaba conmigo la maleta, lo cual me alarmó a tal grado que el frío se convirtió en sudor. Busqué a mi alrededor y no encontré nada. De pronto, como parte del viento, llegó hacia mí la canción sin nombre que había escuchado en el taxi; el terror fue inaprensible cuando el frío susurró en mi oído el silbido de aquel taxista y su mirada maldita. Volteé, como por instinto, y lo vi, parado justo detrás de la banca en la que me hallaba, sonriéndome, silbando, escudriñándome con la mirada. En sus ojos refulgían, nuevamente, cada uno de los ribetes, rayos y bolas de colores arrebatadores que prevalecían en el cielo y en la penumbra de mis párpados caídos. Traté de correr, pero caí de bruces contra el suelo de la plaza. Traté de levantarme, pero ya no estaba en el Zócalo, me hallaba dentro del taxi y las luces refulgían ahora en el capote del taxi; los ojos renacían en cada explosión de ribetes morados, verdes y rojos; el silbido y los tronidos del cielo que ahora no provenían de él, sino del taxi. Todo el auto era una experiencia abrumadora y profusa de explosiones, luces, música y sombras. Cerré los ojos con todas mis fuerzas. ¡Esto no puede estar pasando!, grité.


    Todos en el autobús voltearon hacia el asiento en el que me hallaba. ¿Qué le sucede a este tipo?, leía en sus rostros. Bajé la mirada y noté que las manos me sudaban copiosamente. El autobús por fin había llegado a la terminal. Suspiré lentamente, viendo cómo cada pasajero volteaba a mirarme al bajar. Me preparaba para bajar y escuché, muy a lo lejos, un silbido que provocó un escalofrío en cada poro de mi cuerpo. El silbido venía en aumento, junto con una canción, explosiones y tronidos. ¿Qué está pasando?, me pregunté horrorizado mientras jalaba mi cabello. Miré por la ventana y ahí estaban los ojos, penetrantes, como faros, del taxista. Quise salir del autobús, pero tropecé. Me desmayé.


    He caído en un túnel permanente de ribetes, explosiones, bolas doradas, entrecruzamientos de rayos morados, azules, rojos y verdes; cada uno acompañado con un silbido cavernoso y unos ojos obnubilados que recorren cada habitación de esta oscuridad. Siempre, siempre, vienen conjugados en una ominosa cuenta regresiva que termina en un “2013”.