Hambrientos, los rayos matutinos del sol se colaban por las persianas
buscando nuestros ojos. Yo me levantaba y sin voltear caminaba hacia el baño, pero el reflejo del lavabo
traicionaba mis sentidos y te veía ahí, tan cansada, tan jodidamente
derrumbada, de lado. Tú, al igual que yo, habías sido despertada por aquellos
rayos soberbios, pero tan solo dirigías los ojos, la respiración y los labios
hacia ese lado de la cama en el que yo no existía. A partir de ese momento,
nuestras tardes y noches se convertían en nada, en la lánguida rutina de lo fallido.
Ambos sabíamos que la comida estaría repleta de esos ecos que resuenan debajo
de la mesa, entre las sillas, sobre los platos, y que nunca nadie se ha
atrevido a escuchar; ambos sabíamos que durante la cena y el camino hacia la
cama, la ola de recuerdos dolientes nos
arrastraría hacia la cama, hacia la noche.
Entonces, la mañana era nuestra única esperanza, era ese momento en el
cual toda esa vorágine vespertina y nocturna de dolores callados y amarguras
vivas podía transfigurarse en la sal de los besos, en la suavidad de los ombligos,
en la humedad de nuestros sexos. La mañana era la piedra que rompería cristales
consuetudinarios creados por nosotros mismos. La mañana, con fulgores amarillos
colándose por las sábanas, nos daba la oportunidad de abrir los ojos, vernos el
uno a otro y comernos con esos amores olvidados entre los rincones de la
costumbre, entre las telarañas del desconsuelo.
Sólo así, quizá, los ecos resonantes de la comida se convertirían en los
febriles mordiscos de cuello y barbilla; el pasaje hacia el lecho estaría
destinado a los violentos besos del desgobierno, a las impúdicas caricias bajo
las faldas, a los virulentos rasguños de la espalda. Sólo así, quizá, yo podría
despertar sin los constantes reproches de tu espalda gritándome a la
cara; podrías voltear con esas sonrisas plenas que brillan acompañadas de
fulgores matutinos.
Por eso, antes de dormir, sin que ninguno se atreviera a decirlo, nos
acostábamos con la ilusión de poder despertar como alguna vez lo hicimos: de
frente, con los labios sobándonos el cuerpo, con los ojos besándonos la cara.
Nos quedaba la mañana. Sólo eso.