miércoles, 24 de abril de 2013

No hay respuestas

El café ya está frío. El señor Manuel González lleva jugando con él 45 minutos. Hace una hora que bajó del autobús. Una vez más estira la cabeza hacia la izquierda, desde donde puede ver el puesto de celulares que atiende un señor de aproximadamente 50 años, cinco bancas de espera y, el motivo por el cual ha estirado la cabeza ya incontables veces, el puesto de discos que atiende Moni.

   
     -Usted puede decirme Moni, Mónica se oye muy formal, como si ya fuera una vieja.
     -No, cómo crees, Moni, yo jamás te diría vieja.

  Moni no es como Alma: Moni puede hablar de Muddy Waters, de Serrat, de Patti Smith; Alma no hablaba de otra cosa que no fuera Madonna. Pero Moni no parece ser de las que puedan preparar los chilaquiles con epazote, de las que puedan planchar el cuello como a él le gusta; Alma sí lo hacía, Alma era capaz de mantener el olor del piso siempre fresco. La espalda con pequeñas pecas cafés en los omóplatos se cuela entre los parpados, entre las llegadas a la central de autobuses, entre los cafés fríos, entre la espera.

     -Mire, Don Manuel, el disco lo tengo en mi casa, si me espera quince minutos, pues vamos por él y nos tomamos una copita. 

  Se compara ante la ola de carne que duerme a su lado. La espalda: sin pecas, lisa, joven; los cabellos, negros, no cafés como los de Alma. Se levanta al baño donde las arrugas en la cara, las canas en las patillas y la acechante calva lo miran desdeñosamente viejo. Por eso estar con Alma era distinto, las arrugas no lo miraban como lo miran ahora, las pecas en la espalda combinaban con sus propias pecas. Mónica por fin ha llegado a abrir el local, Manuel pide la cuenta y camina despacio hacia la rampa donde se encuentran todos los negocios y donde se compran los boletos, para poder llegar hacia Moni.
  Mónica, Moni suena muy infantil.
  A Manuel siempre le gustó su casa: limpia, con olores a especias perfumando permanentemente la cocina, con los libros de Alma esperando en cualquier rincón de la casa. Le encantaban los libros de Alma. Pero esta casa no tiene orden, el cuarto está sucio, discos por todos lados, la cocina sin comida, los libros ausentes. Mónica lo ve, a lo lejos, y saluda con una sonrisa. Sí, también la sonrisa de Alma era preciosa cuando él trataba de bailar cierta canción de pop comercial norteamericano que él no conocía, pero Alma veía el esfuerzo y sonreía, sonreía. O como cuando Manuel la sorprendía con un libro nuevo, o leía en voz alta sus poemas favoritos. Ésos son los buenos recuerdos, los malos recuerdos no le llegaron con la sonrisa de Mónica, sino con la espera dentro del olor del café.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  No es que le haya dolido la infidelidad, le dolieron los motivos que llevaron a Alma a engañarlo.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas, ni café en la estufa, ni llantos, ni casa limpia, ni olor a especias, ni pop rebotando en cada pared, ni nada.
  Conoció a Moni, a Mónica, dos semanas después de la ruptura con Alma, en uno de sus viajes quincenales para entregar mercancía.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  Tenía tiempo de sobra y se detuvo en la zona de negocios, buscaba discos y encontró ojos marrones detrás del mostrador.

    - Muy buenas tardes, ¿algún disco en específico? No tenemos “Muddy Waters  at Newport”, pero sí el “Newport Jazz Festival”.

  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  A la quinta visita al local, se presentó una oportunidad: Gracias por invitarme a comer, Don Manuel, ya no iba a darme tiempo de ir hasta mi casa.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.

    -¿De verdad tiene ese disco, Don Manuel?
    - Sí, me lo compré en el 86, es de mis bienes más preciados.

  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas. 
  Apaga la luz del baño para dejar de verse en el espejo, le hace daño. Camina hacia el cuarto, ve la silueta dibujada a través de las sábanas. Se acuesta. Abraza el cuerpo de la joven por su cintura. Veinticinco años son muy pocos comparados con sus cincuenta.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  No estoy tan viejo, piensa mientras Móni-Mónica se retuerce en las sábanas. Los ojos color marrón se funden con el café y las especias de la cocina.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
Detiene su andar justo a 10 pasos del negocio, la sorpresa de Mónica (Moni no) matiza el momento.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  Ante la sorpresa de Mónica, Manuel cambia de dirección. Ahora se dirige a la salida. Se miran por última vez; Manuel, Alma, Mónica; especias, discos, bailes; poemas, pecas, arrugas.
  ¿Por qué, Alma? No hay respuestas.
  Adiós, Alma. Adiós, Mónica. ¿Por qué? No hay respuestas.




lunes, 1 de abril de 2013

Silbidos



Es que eres como un grillo, le decía María Luisa antes de guardarle en la mochila negra el café y las galletas María que José Luis comía hasta las 2 de la mañana, justo cuando el hambre y, sobre todo, el frío arreciaban; por eso te gusta cantar tanto, completaba María Luisa antes de plantarle la boca sobre la frente. Entonces, José Luis, que para eso se pintaba solo, bajaba las manos a las caderas y apretaba la cabeza contra unos marialuisenses pechos suaves que cedían y que se dejaban desvestir y besar, que se dejaban lamer y morder. 
Es que eres como un grillo, pareciera seguir escuchando José Luis mientras espera el autobús, siempre retrasado por 2 minutos, de las 9 de la noche que lo llevará, con una duración aproximada de 30 minutos, hacia el pueblo de San Cuetzcalco de las Rosas, conocido por su clima tropical, su kiosko totalmente hecho de talavera y la fábrica de productos químicos dedicados al cuidado del hogar Farsobioquim S.A. de C.V, del cual José Luis, ese mismo que ahora sube al autobús y paga 18 pesos, es velador.

   Es que eres como un grillo, retumba la voz de María Luisa cuando José Luis baja del autobús y atraviesa los 300 metros de terracería, desde la carretera federal hasta Farsobioquim. Es que eres como un grillo, parecieran cantar los propios grillos que quieren disfrazarse de muchas María Luisa nocturnas y grises. Y entonces, José Luis, montado en su papel grillesco impuesto por María Luisa, comienza a silbar y a tararear mientras las nubes disfrazan a la luna de una manta azul marino y los últimos transeúntes saludan a José Luis con un “buenas noches, Don Pepe”. Pero ni los saludos nocturnos provocan que José Luis interrumpa sus silbidos y tan sólo responde agitando la mano vehemente, con ritmo.

   Los perros de Farsobioquim reconocen los silbidos de José Luis antes de que este abra las puertas de la fábrica y se ponen a aullar, contentos, animosos, juguetones, como si acompañaran el canto del grillo de María Luisa, hasta que José Luis levanta las rejas y los palmea, minuciosa, cariñosamente. Cuando se incorpora y siente el cansancio de las rodillas, reflexiona en cuántos años más aguantará el camino de su casa hasta la parada al autobús, del descenso del autobús hasta la fábrica de productos químicos. Pero eso no es lo que lo que realmente distrae el canto de nuestro grillo velador, lo que realmente pesa es el hecho de no poder escuchar las canciones que el conductor del autobús Tomatlán-San Cuetzcalco de las Rosas, Pedro –alguna vez escuchó que alguien lo llamó así–, reproduce gracias al super moderno aparato reproductor con sonido surround, con miles de woofers y trillones de subwoofers, que tiene instalado en el autobús donde se oyen canciones rancheras con voces de Rocío Durcal y Juan Gabriel.

   Es que eres un grillo que canta canciones rancheras, imagina que María Luisa dice después de hacer el amor y dibujar una sonrisa cómplice.
Pero no. No hay ninguna María Luisa al regresar. Así que nuestro grillo silenciado regresa batido de cansancio al haber silbado y cantado toda la noche, cegado por los rayos del mediodía. Se acuesta en la cama que aún huele a María Luisa, y empieza a soñar, a soñar con noches serenas, llenas de perros, de estrellas, de grillos que lo acompañan junto con miles de bocinas surround, junto con una María Luisa encarnada de noche, desvestida al pie de las rejas grises de Farsobioquim. Entonces, junto con los aullidos y los años, las lunas y los autobuses Tomatlán-San Cuetzcalco de las Rosas, las María Luisa enterradas y las Rocío Durcal dirigiendo una canción, José Luis, nuestro grillo, se revuelve en un mar de sábanas con olor a senos marialuisenses y con lagrimosos sabores salados, hasta estar de nuevo sentado en la parada del autobús, frente a los perros y frente a la luna, siempre, siempre, arrullada por los grillos.