Para Flor de Perlas
Y también para Helena
Marian
acababa de comprobar, gracias al reloj rosado suspendido en la pared, que
habían pasado dos horas desde que sus padres se habían marchado a la cena del
tío Antonio, cena que específicamente contaba con la restricción de no llevar
niños. Luis y Andrea, sus padres, se habían encargado de cerrar las llaves de
gas, poner candados en todas las puertas y, al final, acostar a Marian con los
debidos pórtatebiennohagastravesurasduermeteyanotengasmiedo.
Pero a Marian, hasta ahora, no dejaban de
perturbarle los espontáneos goteos de alguna llave en la cocina, el crujir de
la madera de algunos muebles y los lamentos nocturnos de algún somnoliento gato
callejero. Cada que alguno de éstos o cualquiera que fuera el ruido aparecían,
a Marian no le quedaba más remedio que sepultarse bajo las sábanas y esperar a
que el calor fuera insoportable para tener que descubrirse y encontrar de nuevo
estos inesperados y tenebrosos ruidos.
Marian agradecía que al menos las cortinas
blancas permitieran el paso de los rayos de la luna, que si bien no era
precisamente tan grande como la que suele verse en octubre, no pedía nada en
cuanto al halo luminoso que la circundaba y al plateado color que la envolvía.
Sin embargo, Marian observó que, comparada
con el insondable cielo oscuro, negrísimo, la luna sólo significaba una
minúscula huella luminosa que –a diferencia de las estrellas que refulgían
acompasadas, rítmicas, como si entre ellas mismas hubiera un acuerdo implícito
sincronizado– se encontraba totalmente sola. Así que bajo un impulso bravío,
Marian consiguió levantarse de la cama, abrió la ventana y trató, con un “psst,
psst” apenas audible, llamar la atención de la luna.
–¿Qué es ese sonido? –preguntó la luna
mientras bajaba la mirada, escudriñando la ciudad hasta toparse con una pequeña
niña.
–Psst, luna, ven –continuó Marian,
mientras la luna, poco a poco, bajaba hasta iluminar completamente de blanco la
calle y la casa de Marian, hasta bañarla completamente de ribetes plateados que
no cegaban.
–Hola, niña, ¿qué pasa? ¿por qué me has
llamado? Puff, hace ya muchos años que un humano trató de hablar conmigo.
Foto: Gabriela Rosales Zárate |
Marian explicó a la luna la fiesta en casa
de su tío Antonio, las precauciones que sus padres le habían dado y los
constantes temores nocturnos que brotaban con el más ínfimo ruido. La luna
escuchó atenta, hasta que Marian le preguntó cómo es que hacía para no sentirse
sola, para no tener miedo noche tras noche sumergida en ese inconmensurable
cielo oscuro.
–Hace muchísimos años, cuando no existía
nada de lo que ahora conoces –respondió la luna–, yo me encontraba igual que
tú. Sí, tenía miedo del estallido de cada trueno y de toda la oscuridad que
envolvía a la tierra. Encontré a las estrellas, pero éstas jamás me hicieron
caso, me ignoraban. Así que cuando era el momento de avanzar hacia la otra cara
de la tierra, decidí esconderme en una cueva y no salir jamás. Durante un par
de noches la tierra fue engullida por una oscuridad impenetrable hasta que, en
uno de sus recorridos habituales, los rayos del sol me encontraron y,
sorprendido, éste me preguntó qué era lo que sucedía, por qué no me encontraba
suspendida sobre el otro lado de la tierra. Yo le expliqué todo y el sol respondió que yo jamás había estado
sola, que sus rayos me daban la fuerza necesaria para brillar. Dijo que a
partir de ese día él y yo, en cada amanecer, en cada anochecer, platicaríamos
sobre lo que yo había visto durante la noche y sobre lo que él había visto
durante el día. Así dejé de tener miedo, entendí que jamás, bajo ninguna
circunstancia, me encontraría sola.
Marian lo entendió también, despidió a la
luna agitando la mano hasta que ésta se elevó completamente de nuevo, y se
acostó a dormir.
Desde
entonces, cada vez que sus padres tuvieron que dejarla sola de nuevo, Marian
recordó que durante cada anochecer y durante cada amanecer, con un poquito de
atención, sería capaz de escuchar el permanente y susurrante diálogo entre el
sol y la luna.