Es toda una rutina la de llegar a casa y progresivamente desvestirse hasta caer vertiginosamente en la danza del tocadiscos. Es así como el blues de un minúsculo, casi invisible cuarto de universitario hace vibrar los que hasta ahora lucían salpicados sobre la pared, los retratos de los viejos. Éstos contonean las cejas, soplan tonadas tristes, bailan los que, cuando jóvenes, eran los blueses que los sorprendían prendidos al brazo de una morena radiante. Así que esta materia azul, la que pasó de los retratos colgados hacia los muebles y finalmente cubrió el foco, además de resucitar a los muertos, y casi multiplicar panes, hace que esas cuatro paredes llenas de calcetas sucias y novelas beats sean algo más que un departamento dentro de un edificio, de una colonia, de una ciudad, de un país, de un universo.
No, son algo más. Las paredes se tornan en una especie de contramundo. Un contramundo objetivamente real. Como el latir de un par de muslos, o como el ojo de un huracán.
Es decir, el blues da, a partir de lo que visto holísticamente sería una anodina mota de polvo, una dimensión real a toda esta supuesta realidad.
Y si aún existen estos chispazos, estos parpadeos muchas veces imperceptibles, significa que la eterna simulación bajo la que nos despeñamos no ha sido inútil.
Y si aún existen estos chispazos, estos parpadeos muchas veces imperceptibles, significa que la eterna simulación bajo la que nos despeñamos no ha sido inútil.