Guadalupe está sentada sobre una
pequeña silla de madera. Me acerco y me siento a su lado, sobre una caja. Ella
esboza una ligera sonrisa y comienza a contarme cómo es que una mujer de 70
años puede sobrevivir, sola, vendiendo libros, muñecas, ropa y antigüedades, en
un tianguis de la colonia Xilotzingo.
Son las dos de la tarde, el sol está en el cenit. La gente y
los automóviles avanzan despacio sobre la banqueta y la calle, respectivamente.
Música de distintos géneros se oye desde un puesto de discos pirata y, junto a
él, decenas de puestos más ofrecen revistas, ropa, antigüedades, libros,
muñecos y zapatos. Todos, usados. Si eres atento, podrás notar al único puesto
que no posee una sombrilla que mitigue el sol. Si eres atento, podrás notar a
una viejita con una toalla sobre la cabeza. Se llama Guadalupe Flores Reina y
lleva 30 años vendiendo en este lugar.
“A veces me acuerdo, y siento que el tiempo pasa muy rápido.
Jamás pensé hacer lo mismo todos los días, a todas las horas, en este lugar”,
me dice mientras sonríe a los transeúntes que dan una barrida con los ojos a
las muñecas sucias, a los libros maltratados de Verne, a la ropa usada. “Pero
uno se acostumbra a todo. Uno se acostumbra hasta al sol, joven”, continúa.
Guadalupe nació en la
ciudad de Ajalpan, Puebla. Fue la mayor de cinco hermanos, así que desde
pequeña, sus padres, Guadalupe Reina Reyes y Marco Antonio Flores Martínez,
encomendaron en ella la tarea de cuidar a sus hermanos, a la temprana edad de 6
años: “Yo cuidaba a Lonchito, mi hermano más chico, dándole mamila y cargándolo
todo el día. Mis otros hermanos, Luisa, Miguelito y Regina eran tremendos, y yo
muchas veces llegué a pegarles. A fin de cuentas era una mamá para ellos, una
mamá chiquita”, cuenta Guadalupe y una risa estertórea le sale de la garganta. Se talla las manos arrugadas,
con infinitas pecas, y continúa: “Mi mamá casi no estaba en casa, porque la
mayoría del tiempo se la pasaba limpiando casas en otras colonias, y mi papá
vendía semillas casa por casa. Así que, por cuidar a mis hermanos, tampoco tuve
tiempo de ir a la escuela, cosa que de verdad me hubiera gustado hacer.”
Sin embargo, cuando Guadalupe cumplió 14 años, una tía
proveniente de la ciudad de Tehuacán los visitó, y prometió ayudarlos
económicamente, tras el fallecimiento de
su padre: “Yo en ese tiempo no entendí muy bien por qué mi papá se había
muerto; sólo sabía que había bebido demasiado. Después supe de algo llamado <<cirrosis>>.
Pobre. Sufrió mucho, y yo jamás lo supe, pero si eso fue lo que quiso para él,
pues ni modo.” Pero su tía no sólo los ayudó económicamente, sino que, también,
le propuso a su madre llevarse a Guadalupe a Tehuacán, a trabajar: “En aquella
época era común que los padres regalaran a sus hijos. Hoy ya no se puede,
porque estoy segura que te meterían a la cárcel; pero en ese entonces, sí. A
pesar de que yo vi en mi tía Juana a una persona muy buena, me dio muchísimo
miedo irme, dejar a mis hermanos, a mi mamá. Pero, también, tuve una inmensa
curiosidad por conocer otra ciudad; además, claro, mi tía prometió enseñarme a
hacer algo que yo siempre había soñado: aprender a leer y escribir”.
Así que Guadalupe, con todos esos miedos y esas
curiosidades, partió hacia la ciudad de Tehuacán, Puebla, con su tía Juana. “Jamás
he vuelto a sentir algo como la vez que pasé por el parque de Tehuacán por
primera vez. Recuerdo que las campanas de la catedral sonaron, y yo me quedé
parada ahí, en medio de todo, y me sentí muy feliz. Era una niña que conocía
por primera vez un lugar distinto, a personas distintas”, me dice y en ese
preciso instante una niña toma una muñeca pequeña, con los listones del pelo
rotos, que Guadalupe vende, y, tras breves instantes, la niña regresa a la muñeca en su lugar.
Tras su llegada a Tehuacán, Guadalupe comenzó a trabajar
como lavaplatos en el Hotel Madrid de Tehuacán, lugar donde su tía era
recepcionista. Ahí conoció a la dueña del hotel, Marina Galicia Garza, una
española que, tras haber quedado viuda, decidió construir el hotel y quedarse a
vivir en esa pequeña ciudad. Marina jamás había tenido hijas, así que apenas
cinco minutos de conversación con Guadalupe la maravillaron y a partir de ese
momento la cuidó como si fuese su hija: “Yo la veía y me resultaba increíble
que jamás se hubiese vuelto a casar; era una mujer bellísima. A pesar de que mi
tía siempre había sido cariñosa conmigo, en la señora Marina sentí una
verdadera confianza, un lazo muy profundo y vivo. Incluso la señora Marina fue
quien terminó por enseñarme a leer y a escribir”, me dice mientras alcanza un
libro desgastado; en la pasta no se lee el título, pero se distingue un <<G.
Lorca>>. “Cuando aprendí a leer bien, este libro me lo regaló la señora
Marina. Era su favorito. No me gusta la idea de venderlo, pero sí me gustaría
que alguien más pudiera leerlo algún día”.
Cuando Guadalupe tenía 22 años, su tía Juana
murió de un paro al corazón. La noticia cayó intempestiva sobre Guadalupe, y se
sintió profundamente triste, porque, a pesar de que Guadalupe quería más a Marina,
la tía Juana le dio la oportunidad de conocer a Tehuacán y, con ello, a
personas como la propia dueña del hotel: “A mi tía Juana la extraño mucho. La
recuerdo detrás del mostrador de la administración, sonriente. Yo siempre la vi
sana. Un día la encontraron los huéspedes tirada a mitad del lobby, y fue
demasiado tarde. Creo que, a fin de cuentas, extraño más a mi tía Juana que a
mi propia madre”.
Guadalupe adoptó las funciones de su tía Juana en la
recepción, y un día cualquiera conoció a Ismael López, un mercader proveniente
de la ciudad de Reynosa, Tamaulipas, al que ella define como su primer amor, y
que se hospedaba en el hotel por vez primera. “Ismael… Siempre estaba bien
vestido, hablaba correctamente, y yo le encantaba”, me cuenta entre risas y
prosigue, “salimos un par de veces, y, cuando regresamos al hotel, me propuso
irme a Tamaulipas con él”, continúa e inmediatamente los ojos se ensombrecen, “pero
no acepté porque a la señora Marina no le caía bien Ismael. Decía que
probablemente ya estuviera casado, que llegando a Tamaulipas me iba a
abandonar. Así que Ismael dejó Tehuacán al día siguiente, y jamás volví a saber
nada de él”.
La madre y los hermanos de Guadalupe se comunicaron con ella
unos meses después, para comunicarle que Regina, su hermana, se había casado c|on
un militar que les había propuesto mudarse a Baja California Sur. Guadalupe no
aceptó la invitación que su familia entera le hacía, porque la señora Marina
estaba muriendo de cáncer. Dos meses después, fallecería. Tampoco volvió a
saber algo de su madre y sus hermanos. “Esa ha sido la época de mi vida más
triste que he vivido. Mi familia estaba al otro lado del país y la señora
Marina había fallecido. Yo tenía ya 28 años, y la gente decía que yo ya no me
iba a casar. Así que lo acepté. Acepté que iba a estar sola para toda la vida”,
lo dice con un temple admirable, sordo. Las manos le tiemblan, acomoda un par
de zapatos que unos jóvenes acababan de mirar, y continúa: “Hay personas que nacimos
para eso. No es que no necesitemos de otra persona, sino que aceptamos que ésta
es nuestra naturaleza, nuestro modo de vida. A muchas personas les cuesta
aceptarlo. A mí no.”
Tras la muerte de Marina, Guadalupe no abandonó su labor en
el hotel. Se hizo costumbre que los huéspedes le dejaran un regalo tras su
partida. Así junto muchas muñecas de las niñas que se hospedaban en él, y que,
por supuesto, ella mimaba porque creía reproducir las escenas en las que Marina
y ella jugaban. De vez en cuando, también, los huéspedes olvidaban ciertas
cosas, y Guadalupe decidía conservarlas. Pares de zapatos, libros y otra clase
de objetos se acumulaban en su colección.
Lamentablemente, tras 26 años de trabajar en
el Hotel Madrid de Tehuacán, un día los sobrinos de la fallecida Marina Galicia
llegaron a Tehuacán con una noticia terrible: “Yo no los conocía, pero me
mostraron unos papeles que los validaban como dueños del hotel. Habían decidido
venderlo a una cadena comercial, así que, en cuanto antes, el Hotel Madrid de
Tehuacán sería demolido. “No los culpo porque sé que el hotel no era un negocio
rentable para ellos; pero tampoco los recuerdo con mucho agrado, ya que, a fin
de cuentas, el hotel fue derrumbado con una parte de mí dentro”, me cuenta e,
irremediablemente, las lágrimas comienzan a brotarle. Guadalupe no llora
demasiado. Saca de su delantal un pedazo de papel, seca sus lágrimas y se
levanta a saludar a otra vendedora del tianguis.
Al ser demolido el Hotel Madrid de Tehuacán, Guadalupe
partió con toda la colección de objetos regalados y olvidados que había
acumulado, hacia la ciudad de Puebla, lugar donde una frecuente cliente del
hotel le había prometido un empleo. Sin embargo, al llegar a Puebla, jamás
encontró a la dicha cliente. Con el dinero que había acumulado tras trabajar en
el hotel, Guadalupe rentó un cuarto en la colonia Xilotzingo y comenzó a buscar
empleo. ”En realidad no sabía un oficio. Sabía lavar trastes, hacer el aseo,
leer. Busqué trabajo en supermercados, pero a mi edad era muy difícil que me
contrataran. Fue entonces como la dueña del cuarto en el que vivía me dijo del
tianguis; ella había visto la colección de cosas que tenía, y me dijo que
fácilmente podrían venderse en él”. Así fue como Guadalupe montó, por vez
primera, el puesto donde ahora está sentada. No se ha movido un solo ápice
desde entonces.
Sin embargo, el tiempo ha pasado. La propietaria del cuarto
que Guadalupe rentaba murió, pero los hijos de ésta se encariñaron tanto con
Guadalupe que le permitieron quedarse a vivir ahí. Guadalupe no sufrió,
entonces, problemas económicos, debido a
que las cosas que vendía aún conservaban un buen estado, pero conforme pasaron
los años, los zapatos se desgastaron, las pastas de los libros se arruinaron,
las muñecas se llenaron de polvo. “No vendí mucho entonces. No vendo mucho
ahora. Si saco para comer, me doy por bien servida. A fin de cuentas yo ya viví
mucho. No tardo para reunirme con mi papá y mi mamá, Marina, y hasta quizá mis
hermanitos. No lo sé.”, termina mientras empieza a recoger el anticuario urbano
que montó horas atrás. Las fuerzas en las piernas se le agotan con la jornada
laboral diaria y siempre existe alguien que le ayuda a guardar todo de nuevo en
su cuarto.
Son ya las cinco de la tarde y veo a Guadalupe alejarse. Va
cargando una muñeca con la mano izquierda, y con la derecha lleva la silla de
madera que cargaba. Se han adelantado ya los voluntarios que recogieron por
ella todas las cosas que pone en venta, las muñecas que le regalaban niñas de
ojos brillantes, los zapatos que, quizá, perdieron mercaderes de Tamaulipas,
los libros que le regaló una tutora española. Guadalupe vive con sus recuerdos,
recuerdos materializados, recuerdos que le dan sustento en un modelo económico
que se ha olvidado de ella.
Recuerdos a los que pronto se unirá.
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