La calefacción resultó una bendición. ¿A dónde lo llevo,
joven? Vaya hacia el Centro, y ahí le digo para dónde. Ya eran la 11:20 de la
noche y el taxista manejaba lento. Parecía que ninguno quería llegar a ninguna
parte. Ante mí se dibuja y se desdibujaba una ciudad fantasma. Las calles
estaban vacías, salvo minúsculas sombras perdidas que buscaba un transporte.
Era como un enorme escenario de película, donde las luces brillaban, cálidas y
frías, para brindar un espectáculo receptivo sólo para las personas que no
tenemos un destino. En la radio sonaba una canción vieja que yo recordaba y que al parecer era
acompañada por el silbido del taxista que recién habían vislumbrado mis oídos. Disculpe,
¿qué canción es la que está sonando?, le pregunté. Joven, fíjese que en realidad no sé,
simplemente me resultó conocida, respondió mirándome a través del retrovisor.
Noté que sus ojos brillaban, resplandecían, como si perteneciesen al alumbrado
público que iluminaba a la ciudad y que la ensombrecía al mismo tiempo. Cerré
los ojos y refulgieron ante mí rayos amarillos que iban y venían, se
entrelazaban dentro de siluetas que parecían ser muchas cosas, pero que no
tenían forma alguna; serpenteaban, corrían, se estrellaban; ahora eran pequeñas
bolas doradas con una cola detrás de ellas, explotaban, resurgían más,
desaparecían, se multiplicaban; después fueron azules, verdes, violetas, rojas.
Dentro de la explosión de esa oscuridad, nacieron los ojos más resplandecientes,
obnubilados, tétricos y anómalos del taxista, acompañados por las bolas, los
ribetes, los rayos, verdes, dorados…
¡Joven!, gritó el taxista tras sacudirme muchas veces, ya
llegamos al centro, ¿a dónde quiere que lo lleve? Yo, aún aturdido y con los
vellos electrizados, sólo pagué con un billete de 100 pesos y me bajé del taxi.
Trastabillé y me dejé caer en el suelo. Todo lucía desenfocado, las sombras
ahora eran interminables, me veían, me señalaban, se reían, se asustaban. El
frío arreciaba con cada gateo que daba por la plancha del Zócalo y el alumbrado
que antes parecía dar un aspecto bohemio a la ciudad, ahora se había
multiplicado convirtiéndolo en una interminable decadencia de lastimosa
electricidad. Escuchaba que el cielo tronaba, echaba chispas, las sombras
miraban a él y aplaudían. Logré llegar a una banca y me acosté en ella. Los
gritos de las sombras iban en aumento y me ensordecían, escuchaba una cuenta
regresiva: Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…
¡2013!
Los rayos, morados, verdes y azules, refulgían dentro de mí,
y se entrelazaban con los ribetes y con las bolas rojas, doradas, amarillas. Se
repetía lo mismo que había visto en el taxi y quise abrir los ojos para evitar
la ominosa sensación que había vivido, mas la sorpresa que me aguardaba era
mayor: No tenía los ojos cerrados. Lo que veía ahora, era el mismísimo cielo acompañado por los mismos tronidos que había escuchado cuando me arrastraba.
Apreté con mis dedos el asiento de la banca intentando retomar un poco de
equilibrio y lo logré. Las sombras ahora tenían rostro, los tronidos y las
luces que provenían del cielo no eran más que el resultado de los cohetes.
Había llegado al núcleo de la celebración de Año Nuevo. Noté, hasta entonces, que no llevaba conmigo
la maleta, lo cual me alarmó a tal grado que el frío se convirtió en sudor. Busqué
a mi alrededor y no encontré nada. De pronto, como parte del viento, llegó
hacia mí la canción sin nombre que había escuchado en el taxi; el terror fue
inaprensible cuando el frío susurró en mi oído el silbido de aquel taxista y su
mirada maldita. Volteé, como por instinto, y lo vi, parado justo detrás de la
banca en la que me hallaba, sonriéndome, silbando, escudriñándome con la
mirada. En sus ojos refulgían, nuevamente, cada uno de los ribetes, rayos y
bolas de colores arrebatadores que prevalecían en el cielo y en la penumbra de
mis párpados caídos. Traté de correr, pero caí de bruces contra el suelo de la
plaza. Traté de levantarme, pero ya no estaba en el Zócalo, me hallaba dentro
del taxi y las luces refulgían ahora en el capote del taxi; los ojos renacían
en cada explosión de ribetes morados, verdes y rojos; el silbido y los tronidos del cielo que ahora no
provenían de él, sino del taxi. Todo el auto era una experiencia abrumadora y
profusa de explosiones, luces, música y sombras. Cerré los ojos con todas mis
fuerzas. ¡Esto no puede estar pasando!, grité.
Todos en el autobús voltearon hacia el asiento en el que me
hallaba. ¿Qué le sucede a este tipo?, leía en sus rostros. Bajé la mirada y noté
que las manos me sudaban copiosamente. El autobús por fin había llegado a la
terminal. Suspiré lentamente, viendo cómo cada pasajero volteaba a
mirarme al bajar. Me preparaba para bajar y escuché, muy a lo lejos, un silbido
que provocó un escalofrío en cada poro de mi cuerpo. El silbido venía en
aumento, junto con una canción, explosiones y tronidos. ¿Qué está pasando?, me
pregunté horrorizado mientras jalaba mi cabello. Miré por la ventana y ahí estaban
los ojos, penetrantes, como faros, del taxista. Quise salir del autobús, pero
tropecé. Me desmayé.
He caído en un túnel permanente de ribetes, explosiones, bolas
doradas, entrecruzamientos de rayos morados, azules, rojos y verdes; cada uno
acompañado con un silbido cavernoso y unos ojos obnubilados que recorren cada
habitación de esta oscuridad. Siempre, siempre, vienen conjugados en una
ominosa cuenta regresiva que termina en un “2013”.
Tejiendo la historia con hilos bien definidos, una excelente redacción, se ve un escritor dedicado, felicidades
ResponderEliminarMuchísimas gracias por el comentario. Abrazos, donde quiera que estés.
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