martes, 15 de enero de 2013

Radio Morir


El sol sabía lo que venía y procuraba taparse los ojos y esconderse en las montañas antes que verse opacado por la danza circundante y profusa del humo gris que se quedaba impregnada en los torsos, los  cabellos, las nalgas, las pantorrillas, las almas.  
Retumbando sobre las paredes, los años y los gemidos de Alicia se vuelven uno solo, cuando Fernando, el héroe del cuarto, el perro que aúlla y erige durante el atardecer, lame los pezones cuarteados y cafés de la ahora evaporada Alicia. Sí, a la par del atardecer, la yerba y Alicia se evaporan en el humo febril que circula y baila en lo hondo del cuarto; ambas, la yerba y Alicia, livianas, escalan por los rayones de las paredes, mueven las telarañas pendulares atrapadas en los rincones, gatean por el techo y se paran encima del foco sin luz, del vidrio obnubilado, para bajar en medio del cuarto y presentarse en galaxias tridimensionales con colores híbridos pero tristes que aterrizan sobre la espalda de Fernando. 
Fernando mueve las caderas al ritmo de las bocinas que vibran y hacen temblar las patas de la cama, y mientras la música se escapa por las ventanas, la risa de los niños que recién salen de la escuela vespertina se cuela en el cuarto y matiza lo copioso que resulta el cuarto lleno de gemidos, humo y beats.


Radio morir, boleros de arrabal, noches que van a
dar al tiradero y yo en verdad a un párrafo
de amar. Ay, ay, ay, ay...



Cantan las bocinas y ahora Alicia es la que aúlla; cual perra, araña y muerde, lame, olfatea y escarba. Cantan las bocinas y ahora es Fernando el que se evapora; cual yerba, se inhala y exhala, se eleva, se expande y aterriza.
Y ya vino la luna azul , porque el sol y su brillante vanidad huyeron al ver que hay más belleza mirando hacia el suelo que hacia el horizonte. Se piraron. En cambio, a la luna le gustan los amantes viscerales, los beats lóbregos y el humo pesado. Por ello, los amantes no detienen su danza y dejan que la luna se cuele por las ventanas, como niña voyeurista, y se esconda a lado del buró, expectante ante cualquier orgasmo orgulloso que escape de los sexos de esos antiguos amantes, Alicia y Fernando, que se conjugan en una más uno para formar algo que no puede ser contable.




martes, 1 de enero de 2013

2013

Ya vamos a cerrar la terminal, me dijo el guardia. ¿Pues qué hora era? Eran las 11 de la noche, y como era 31 de diciembre, cerrarían temprano. Al parecer me había dormido con los audífonos puestos, y con el cuerpo empequeñecido y entumido por el frío. Me había quedado sentado, como perdido, por dos horas, sentado en la estación de “llegadas”. Así es que tomé mi única maleta y abracé mi cuerpo con todas mis fuerzas para tratar de mitigar el frío. Salí de la terminal y me dirigí a la sección de transportes, donde entraba el transporte público y los taxis. Un taxista me hacía señas tratando de preguntarme si sería su pasajero. No tenía destino, porque aún no lo decidía. A pesar de ello, subí al taxi.


    La calefacción resultó una bendición. ¿A dónde lo llevo, joven? Vaya hacia el Centro, y ahí le digo para dónde. Ya eran la 11:20 de la noche y el taxista manejaba lento. Parecía que ninguno quería llegar a ninguna parte. Ante mí se dibuja y se desdibujaba una ciudad fantasma. Las calles estaban vacías, salvo minúsculas sombras perdidas que buscaba un transporte. Era como un enorme escenario de película, donde las luces brillaban, cálidas y frías, para brindar un espectáculo receptivo sólo para las personas que no tenemos un destino. En la radio sonaba una canción vieja  que yo recordaba y que al parecer era acompañada por el silbido del taxista que recién habían vislumbrado mis oídos. Disculpe, ¿qué canción es la que está sonando?, le pregunté. Joven, fíjese que en realidad no sé, simplemente me resultó conocida, respondió mirándome a través del retrovisor. Noté que sus ojos brillaban, resplandecían, como si perteneciesen al alumbrado público que iluminaba a la ciudad y que la ensombrecía al mismo tiempo. Cerré los ojos y refulgieron ante mí rayos amarillos que iban y venían, se entrelazaban dentro de siluetas que parecían ser muchas cosas, pero que no tenían forma alguna; serpenteaban, corrían, se estrellaban; ahora eran pequeñas bolas doradas con una cola detrás de ellas, explotaban, resurgían más, desaparecían, se multiplicaban; después fueron azules, verdes, violetas, rojas. Dentro de la explosión de esa oscuridad, nacieron los ojos más resplandecientes, obnubilados, tétricos y anómalos del taxista, acompañados por las bolas, los ribetes, los rayos, verdes, dorados…


    ¡Joven!, gritó el taxista tras sacudirme muchas veces, ya llegamos al centro, ¿a dónde quiere que lo lleve? Yo, aún aturdido y con los vellos electrizados, sólo pagué con un billete de 100 pesos y me bajé del taxi. Trastabillé y me dejé caer en el suelo. Todo lucía desenfocado, las sombras ahora eran interminables, me veían, me señalaban, se reían, se asustaban. El frío arreciaba con cada gateo que daba por la plancha del Zócalo y el alumbrado que antes parecía dar un aspecto bohemio a la ciudad, ahora se había multiplicado convirtiéndolo en una interminable decadencia de lastimosa electricidad. Escuchaba que el cielo tronaba, echaba chispas, las sombras miraban a él y aplaudían. Logré llegar a una banca y me acosté en ella. Los gritos de las sombras iban en aumento y me ensordecían, escuchaba una cuenta regresiva: Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡2013!

    Los rayos, morados, verdes y azules, refulgían dentro de mí, y se entrelazaban con los ribetes y con las bolas rojas, doradas, amarillas. Se repetía lo mismo que había visto en el taxi y quise abrir los ojos para evitar la ominosa sensación que había vivido, mas la sorpresa que me aguardaba era mayor: No tenía los ojos cerrados. Lo que veía ahora, era el mismísimo cielo acompañado por los mismos tronidos que había escuchado cuando me arrastraba. Apreté con mis dedos el asiento de la banca intentando retomar un poco de equilibrio y lo logré. Las sombras ahora tenían rostro, los tronidos y las luces que provenían del cielo no eran más que el resultado de los cohetes. Había llegado al núcleo de la celebración de Año Nuevo. Noté, hasta entonces, que no llevaba conmigo la maleta, lo cual me alarmó a tal grado que el frío se convirtió en sudor. Busqué a mi alrededor y no encontré nada. De pronto, como parte del viento, llegó hacia mí la canción sin nombre que había escuchado en el taxi; el terror fue inaprensible cuando el frío susurró en mi oído el silbido de aquel taxista y su mirada maldita. Volteé, como por instinto, y lo vi, parado justo detrás de la banca en la que me hallaba, sonriéndome, silbando, escudriñándome con la mirada. En sus ojos refulgían, nuevamente, cada uno de los ribetes, rayos y bolas de colores arrebatadores que prevalecían en el cielo y en la penumbra de mis párpados caídos. Traté de correr, pero caí de bruces contra el suelo de la plaza. Traté de levantarme, pero ya no estaba en el Zócalo, me hallaba dentro del taxi y las luces refulgían ahora en el capote del taxi; los ojos renacían en cada explosión de ribetes morados, verdes y rojos; el silbido y los tronidos del cielo que ahora no provenían de él, sino del taxi. Todo el auto era una experiencia abrumadora y profusa de explosiones, luces, música y sombras. Cerré los ojos con todas mis fuerzas. ¡Esto no puede estar pasando!, grité.


    Todos en el autobús voltearon hacia el asiento en el que me hallaba. ¿Qué le sucede a este tipo?, leía en sus rostros. Bajé la mirada y noté que las manos me sudaban copiosamente. El autobús por fin había llegado a la terminal. Suspiré lentamente, viendo cómo cada pasajero volteaba a mirarme al bajar. Me preparaba para bajar y escuché, muy a lo lejos, un silbido que provocó un escalofrío en cada poro de mi cuerpo. El silbido venía en aumento, junto con una canción, explosiones y tronidos. ¿Qué está pasando?, me pregunté horrorizado mientras jalaba mi cabello. Miré por la ventana y ahí estaban los ojos, penetrantes, como faros, del taxista. Quise salir del autobús, pero tropecé. Me desmayé.


    He caído en un túnel permanente de ribetes, explosiones, bolas doradas, entrecruzamientos de rayos morados, azules, rojos y verdes; cada uno acompañado con un silbido cavernoso y unos ojos obnubilados que recorren cada habitación de esta oscuridad. Siempre, siempre, vienen conjugados en una ominosa cuenta regresiva que termina en un “2013”.