lunes, 3 de diciembre de 2012

No estoy loco.


Me despedí de ella como siempre: Buenas noches, un beso, mañana nos vemos. Caminé a lo largo de una calle totalmente oscura, desértica. Llegué a la parada del autobús o, en su defecto, de la combi. Qué frío. Alcanzo a ver a lo lejos, muy a lo lejos, dos rayos de luz que vienen aproximándose a una velocidad uniforme. Leo algo que dice "Palmas", es una combi. ¡Suben!

Dentro hace menos frío. Una luz neón rosa ilumina profusamente el interior del vehículo. Hay tres personas que a su vez están sentadas en tres de los cuatro asientos que la combi posee. Me siento en el cuarto. Nadie quiere tener cerca a nadie.

Noto los rostros de mis acompañantes. Pegado a la ventana, en el asiento que está al fondo de la combi, a mi izquierda, se encuentra un señor de edad avanzada, cincuenta y cinco años, calculo; piel morena, cacariza; lleva un reloj dorado y camisa amarilla a cuadros. ¿Acaso no tiene frío?
En el asiento que está frente a mí, es decir, frente a la puerta, hay otro señor. Éste parece tener 35 años. Mirada desoladoramente profunda. Usa una chamarra negra que le llega hasta la nariz y una gorra del mismo color. Sólo logro ver sus ojos, viciados, blancos, muy blancos. Inmediatamente dejo de verlos y volteo hacia el suelo, porque hasta ahora noto que llevo casi cinco minutos mirando, y el a mí, a los ojos.
A mi derecha, el asiento que está más cerca del conductor, hay un joven de aproximadamente la misma edad que yo, veinte años. Tiene los ojos rojos, lleva una sudadera blanca y pareciera tener una prisa loca por querer hacer algo.

Saco un libro de mi mochila, pero la febril luz rosa no es suficiente para alcanzar a distinguir las letras. Aún así finjo que leo, la tensión dentro de la combi es casi palpable. La mirada azotadora del tipo que no deja de escudriñarme, los tics nerviosos de las manos y de los ojos del que está a mi derecha, la solemnidad casi moribunda de un anciano a mi izquierda.
 Todo parece ser tan confuso: la luz, el rostro cubierto por la gorra y por la chamarra, los ojos rojos y los golpeteos de los pies en el piso que parecieran llevar un ritmo pero que no llevan ley alguna con respecto a la rítmica, la pesada respiración de un anciano que sólo espera la muerte. ¡Todo es tan confuso!

Calma. Calma. Calma. Ya habías pasado por esto una vez, ¿recuerdas? La vez que fuiste al Distrito Federal y tuviste que tomar por primera vez el metro, la inconcebible cantidad de gente que subía, la falta de asientos, los cuerpos pegados al tuyo, el aire que creías que te faltaba. Todo tenía una causa.
Cálmate.
Vuelvo a poner los ojos en el libro, me pierdo en las letras rosas. Respiro de una manera estertórea. Poco a poco llega la calma, incluso me da sueño.

Sube a la combi una pareja. Recién noto que el trayecto se ha prolongado demasiado. ¿Dónde estoy?
La mujer, gorda y morena, se sienta a mi lado. Él, con un bigote desarrapado, se sienta a lado de ella. Ambos tienen las manos pintadas de un color azul. Seguro vienen saliendo del trabajo, de la maquila. Infiero que estoy a quince minutos de mi casa, ya que anteriormente he tomado esta combi y he calculado el tiempo que lleva de la maquila a mi casa, que es el punto medio de todo el recorrido. Siento alivio, pero la impenetrable oscuridad externa a la combi exalta mi estado de perturbación anterior.

Cierro los ojos. La luz pareciera formar figuras en mis párpados, humo rosa que cruza la lobreguez de mi mente. Todo ello se ve interrumpido por la indeseable risa de la gorda de a lado. ¡Puta madre, cállate!, pienso.
Miro con antención que, hasta ahora, el tipo que está frente a mí, el de la gorra y la chamarra, se ha quitado la primera y ha bajado el cierre de la segunda. Tiene un corte de cabello tipo militar y una larga cicatriz en el lado izquierdo que, sumados a su mirada de una ominosa calaña, produce una serie de escalofríos en mí. En el bolsillo izquierdo, sobresalta un bulto, podría ser una pistola o un cuchillo.
Los rostros de todos ahora parecen convulsionarse bajo la luz neón. Rostros grotescos, con formas y sombras asquerosamente aterradoras. ¿Yo luzco así? Me tallo el rostro. No, yo no soy como ellos, yo no.

Algo va a pasar aquí. Alguno de ellos va a matarnos a todos. Sí, va a matarnos. ¿Quién será? La risa imprudente ahora de ambos, de la pareja, prevalece. Cállense. Shh. Calma. Piensa. ¿Quién será? ¿Quién será?
El anciano ronca, él no nos matará. En dado caso, sería el primero en morir. Pobre.
¿La pareja? Brutos risueños. Trabajan en una maquiladora. ¿Podrían? No, ambos lucen demasiado torpes.
El tipo de mi izquierda, el de los tics, él podría; además, tiene los ojos rojos, podría estar drogado, podría estar borracho. Sí, él puede matarnos.
De pronto, topo de nuevo con la mirada del tipo que está frente a mí, el del corte militar, y entiendo que no hay otro que pueda asesinarnos. Es él. Nos matará. A mí,  a 5 minutos de mi propia casa me matará. Carajo, no quiero morir. ¡Deja de verme! La respiración estertórea vuelve.
¡Ahora me está sonriendo! ¡El maldito se atreve a sonreírme! Sabe que yo sé que quiere matarnos a todos. El bulto sí es una pistola, o una navaja.
No, no quiero morir, carajo. A mitad de la nada, ya casi llego, ya casi llego. Caigo en un estado letárgico, sólo veo luces neón, caras oscuras, escucho las risas y los ronquidos... ¡Cállense todos!

Bajo de la combi. Al final no pasó nada de lo que yo creía. Carajo, mi madre tiene razón, necesito ir con un sicólogo. Llevo encima una pesadez que me hace dormir inmediatamente después de entrar a mi casa, a mi cuarto y acostarme en mi cama.
Al día siguiente despierto con un apetito feroz. No hay nadie en casa por lo que salgo a buscar algo para desayunar. En la esquina de mi casa noto una multitud demasiado inusual, hay patrullas de policía y automóviles con logotipos de algún periódico local, también hay muchos vecinos escandalizados, que se cubren el rostro y algunos incluso lloran. Me acerco y le pregunto a mi vecina del 500-C, Doña Rosa, ¿qué fue lo que pasó? ¡Es horrible, Mario!, fue lo único que contesta antes de cubrirse los ojos y correr hacia su casa. Un reportero parece haber terminado su trabajo y viene hacia su automóvil, lo alcanzo y pregunto lo mismo, ¿qué fue lo que pasó? Una verdadera tragedia, joven, seis personas fueron brutalmente asesinadas ayer, en esa combi que usted ve; asesinaron a un anciano, a una pareja, a un joven, al chofer y a un guardia de una empresa privada que iba a su trabajo. Los degollaron, les arrancaron los glóbulos oculares, cortaron sus miembros y, al final, el muy maldito que lo hizo, pintó en el techo de la combi, con la sangre de las víctimas: "NO ESTOY LOCO". Al terminar de decirlo, el reportero negó con la cabeza y siguió su camino.
No estoy loco y no necesito ir al sicólogo.

4 comentarios:

  1. Me gustó. Me recuerda a un cuento de Julio cortázar "la siesta de remi". Me gusta tú naturaleza con la que escribes. Seguí escribiendo y no me cansaré de leerte.

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  2. Cada día me sorprendes más, eres capaz de tenerme frente a la Lap y atraerme con tus letras, te estás convirtiendo en mi autor favorito :D

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  3. Algún tehuacanero, no equis.3 de diciembre de 2012, 20:39

    Logró su cometido, me hizo sentirme dentro de esa combi, como si yo fuese alguno más de aquellos bajo la luz neón. Un aplauso.

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  4. Ufff...me encanta como mantienes el rumbo...es posible que uno sienta las sensaciones de los demás pasajeros...siendo yo uno de ellos, por supuesto.

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